Nada es inmutable, tan sólo los hechos. Lo que ocurre. Esto es lo que cristaliza, quedando fijo en el tiempo como la fotografía de un instante. Esta continuidad de las cosas, de la vida, es lo que explica que el Atlético de Madrid continúe vivo en esta eliminatoria, con todas sus opciones intactas; no se dio el suceso cierto e incorruptible del gol, por lo que el Madrid acabó desazonado su partido en el Calderón tras ser infinitamente superior. De una superioridad indubitable, magna, napoleónica. De una superioridad interrumpida, como el coito o el embarazo, por la nulidad final. Nulo fue el chut de Bale al minuto diez, sólo ante el portero: el hecho cierto fue que lo falló cuando debió haberlo marcado. Factuales fueron las paradas de Oblak, todas. Las dos al propio Bale; las dos a James, alguna otra que quedará sumida en la oscuridad marginal que nunca recogen las crónicas. El Atlético chutó dos veces a puerta, una en cada tiempo: las dos fueron ocasiones blandas, sucias, vomitadas por el Madrid en medio del barullo. Pero la vida es continua, porque como decía Mesetas, ni siquiera la Décima eterniza su influjo haciéndolo todo majestuoso: el tiempo que sigue, los días que continúan, no están barnizados por lo mayestático de aquel momento, sino por la grisura del tiempo incesante, del caudal de la vida. Simeone creyó que el Madrid de Carlo Ancelotti iba a bañarse por séptima vez consecutiva en el mismo río, pero se dejó engañar por el influjo del momento pasado, del hecho anterior. Y Carlo, ¡qué entrenador! vistió la piel de saurio antiguo, el pellejo reptiliano y anfibio de este hombre que está hecho, como el del Madrid, de Copas de Europa, y le jugó su mejor partido como entrenador del Madrid en el antro vociferante y desagradable del Manzanares.
Jugó el Madrid con el hálito demoníaco que le sale en tardes así. Bajó La Castellana hasta la Puerta de Toledo y zarandeó al Atlético en las barbas mismas de Godín & Miranda, ese tándem de gladiadores. La cuestión radicó en el vaso comunicante que forman Modric y James. Bascula el Real del uno al otro, con Kroos en medio y Ramos detrás, ahogando al contrario en una tenaza corrosiva. Los primeros cinco minutos del 4 fueron un ejercicio plástico de liderazgo: en dos jugadas seguidas sacó a Mandziukick del partido. Varane titubeó al primer envite pero luego recompuso esa figura suya tostada y homérica que tiene, de espiga de bronce: la mejor de todas las noticias que le deparó el partido a Ancelotti fue la buenaventuranza varánida, el regreso del niño-Dios. Por alto se las llevó todas, resolviendo estólido la cuestión aérea, precisamente su punto más flaco. Por donde parecía iba a perderse la confianza de este central excepcional, comenzó en justicia su reafirmación; y en lo que siempre ha sido su mayor virtud, la anticipación y la velocidad supersónica, destacó con un eslalom asombroso que terminó en la segunda mano providencial de Oblak a James. En ese sprint, Varane conquistó un trozo de memoria gráfica madridista; justo ahí terminó también la media hora imperial que desarboló por completo la estructura galápago de Simeone. Recuperar rápido y apuntalar a los laterales en las esquinas del campo adversario: en eso consiste este dominio ácido del Madrid ancelottista que tuvo en Benzema y Ronaldo su eje pivotal.
Jugaron los dos un partido excelente, sólo empañado el del francés por una ocasión clamorosa en la segunda parte: Marcelo, otra vez hombre de Estado, ganó el área atlética transitando en ese gambeteo picudo y algo patizambo que le sale cuando el balón no rueda por entre sus piernas con la ligereza debida; cedió al centro por entre las piernas de Juanfran, y Benzema, de espaldas al arco, no advirtió lo sólo que estaba. Si lo llega a saber, chuta girándose, tal y como viene. Creyó que el ogro uruguayo o la sombra brasileña estaban junto a él, susurrándole horrores al cogote, y prefirió jugarla al toque hacia la frontal, donde ya encañonaba Cristiano. ¡Lo condenó su savoir faire! Pero el Atlético había ensuciado el partido desde el regreso de la caseta. La segunda parte fue una bronca permanente, pues Simeone, al que Carlo desnudó con las armas en las que nunca creyeron los sumos pontífices de la afición, supo, clarividente, que la supervivencia de su equipo pasaba por picar alto a los centrales del Madrid y sacarlos del círculo central del campo. Plegaron velas Varane, Kroos y Ramos, con la marrullería de Mandziukick, y el Madrid empezó a ver de lejos a Oblak sin que Bale supiera cómo meterse en el partido y sin que Modric y James tuvieran el respaldo numérico de la primera parte. Atrancado en la gresca, Carletto apuró hasta que metió a Isco para acabar en campo contrario. Erró en el relevo porque no era Benzema, sino Bale, quien debía abandonar para que esa dinámica fuese posible; y Simeone se vio con ventaja por primera vez en el partido, al 82 de juego. Suspiró aliviado y pusto a Raúl García, una cacofonía balompédica, la canaille hecha jugador de fútbol. Entre él, el bosnio camorrista y Torres, desquiciaron a Carvajal y descentraron a Marcelo. También lo intentaron con Ramos y Varane, y por fortuna para el Madrid, ninguno entró en la danza de la Muerte que riéndose bajuno el navarro García le proponía, en una especie de vals sangriento al que, definitivamente y sin saber cómo, el Atlético ha terminado citando al Madrid para dentro de 7 días en el Bernabéu.