Las cuatro de la tarde se parecen mucho a las cinco; es la transposición de la hora taurina en el fútbol. El Bernabéu estaba que daba gusto verlo, soleadísimo y verde, alegre, bullanguero. Más de la mitad del rectángulo de juego estaba ocupado por la sombra y para verlo por televisión era un coñazo: quiso la fortuna que fuera por ahí por donde atacara Jesé y no Isco durante la primera parte. Presentó el Madrid un equipo pleno de alternativas, con Chicharito en punta, Jesé en un costado, Illarramendi con el rezón en el medio y Keylor en portería. Jugó Modric por una cuestión de continuidad histórica, y por disipar cuantos miedos, pequeños o grandes, pudiera el Éibar suscitar. Antes del pitazo inicial, Isco y el Chícharo se congregaron en torno a la pelota, en el círculo central. Las cámaras enfocaron al mexicano, puesto de rodillas y orando al cielo de Madrid con los brazos muy abiertos. Su actitud devota era la misma que la de Navas, al que también encuadraron en un plano muy colorido rezando debajo del larguero, suplicante. La invocación de los poderes supraterrenales por parte de los dos jugadores hispanoamericanos del Madrid traía consigo melancólicos recuerdos de Mahamadou Diarra y las ligas que este hombre llevaba colgando del cinturón, como si fuese un chamán. Los dos dandis latinos nunca han ganado la Liga española, y quizá por eso pedían ayuda a Dios. No deja de ser sorprendente que el día en que Ancelotti se mostró indulgente con sus jugadores menos usados, abriéndole la mano de los minutos con paternalismo solidario, el Sevilla le regalase a él también la posibilidad (quizá la última) de ganar por fin el campeonato.
El partido fue tranquilo. Se aplicó el Madrid con método y parsimonia a la tarea de desnudar al Éibar, atarlo a un poste; untarlo de grasa, vestirlo con plumas y prenderle fuego. Se dejó hacer el Éibar, un equipo que bastante hace en Primera. Los vascos pusieron todo su empeño en no salir goleados e hicieron bien. Así que entre la serenidad local y la perseverancia en la protección de los visitantes, se pasó la primera parte sin sangre. El 2-0 cayó como maduro del árbol: Ronaldo pegó un trallazo de los suyos, sin colocar y al bulto, desde 20 o 30 metros. Irureta, el portero, no sé si se dejó cegar por el sol o danzó el baile de San Vito de puro miedo. La cosa es que se meneó algo extrañamente sobre la línea de gol y el balón pasó por su lado como impulsado por una mano invisible. Fue aherrojando el Madrid al Éibar siempre brujuleando en torno a Luka Modric. El croata decidió jugar el partido en onda baja, y emitió continuamente señales de control y orden. A Illarra le vienen siempre estos partidos que ni pintados. ¡Por fin una ocasión para no arriesgar! Es un hombre hecho ya al rol de pegamento y medio; juega como tensionado, agarrotado, y su fútbol es un balompié estreñido y pasicorto, trotón, bovino. No obstante, cualidades perfectas para no gastar mucha gasolina, que era lo que quería Ancelotti ayer. Alarcón zarandeó por la izquierda, con Marcelo, pero sin muchas ganas, y Jesé no se fue de nadie hasta el minuto 78. Marcó, eso sí, un golazo.
Jesé se está quedando calvo y no lo disimula muy bien. Sus peinados favorecen esa percepción de alopecia que tanto contribuye a desfigurar la fotografía que de él se tiene en estos momentos: grueso y de cadera ancha, fortote, nada queda en él de aquella gracilidad, de aquella electricidad primaveral con la que nos deslumbró a todos antes de lesionarse. Grácil y guapetón sí que parece Chicharito. La Naturaleza, que tonta no es, decidió darle dones como la simpatía o el dandismo, y quitarle el del fútbol. El mexicano corre y aprieta como un auténtico jabato, e incluso he detectado en él un talento cierto cuando se abre a banda y recibe; la aguanta durante unos segundos preciosos y relanza la jugada asistiendo muy bien, al centro o en diagonal. Pero en el área no tiene punch. Quiero decir, que carece del alambique técnico que es precioso a todos los delanteros buenos. Ese toque y chut, esa mortífera velocidad lumínica. Chicharito es como Torres, que lo hace todo bastamente, rompiendo toda la cristalería. Además es liviano y no soporta el contacto, no resiste el golpe con el defensor. Ayer, sin embargo, metió un buen gol. Arbeloa se sumó con inteligencia al ataque, eligiendo instantes y acompañando a lo pretoriano cuando las embestidas del equipo iban por su lado. En una de estas, vio al Chícharo en la vela génova del área del Éibar y le picó un balón rasante que el mexicano peinó con el flequillo. La trayectoria, apenas alterada por el roce crucial, alcanzó la portería y todos nos alegramos mucho porque el Chícharo tiene cara de buena persona, y a mí me gusta que a la gente buena le vaya bien.