Me da miedo preguntar qué metro hay que coger para ir a Vallecas

He estado una vez en Vallecas. Fue al poco de llegar a Madrid. Dormía en una casa de Pacífico o de por ahí, en un barrio colindante con el Puente de Vallecas, y aparcamos dentro, que es fuera de la M30, al parecer, y era más fácil dejar el coche. O eso me dijeron. Fuimos allí y remontando aquellas calles de pueblo, me pareció todo como una Algeciras expandida. Un lugar feo y desagradable, de casas bajas coronadas todas de antenas y aires acondicionados. Visto desde un dron, debe parecer el perfil de un cementerio, o de un villorrio andaluz de interior, que es lo que realmente parece teniendo en cuenta quiénes habitaron desde antiguo el lugar. Hablando luego con más gente, madrileños y amantes de Madrid, me di cuenta de una cosa: todos consideran Vallecas algo ajeno, un apéndice extraño al que, dada su ubicación geográfica ahí abajo, en una esquina inferior de la capital, pueden por completo ignorar a conveniencia. Así que para casi todo el mundo que conozco en Madrid, Vallecas no existe. Esta condición insular, a lo que se ve, también está algo arraigada en las mentes de sus pobladores, quienes llevan a gala eso de ser banlieue. Esta conciencia comunitaria tiene su vertiente kinki y desharrapada, que como en todas partes arraiga donde hay gente dispuesta a comprar el cuento de la aldea gala orgullosa de sí misma que se erige contra Roma. Vallecas es a Podemos lo que Salamanca es al PP; y como en Vallecas vive un millón de personas y en Salamanca no, la satrapía izquierdista cuenta con la ventaja numérica del populacho, que hace mucho ruido. De lo que resulta que cada visita del Madrid a Vallecas es una representación teatral en la que el Real aterriza en Kolectivilandia montado en un Concorde dorado con el billete del trillón de dólares pintado en el lomo, trasunto del capitalismo neoliberal ultraconservador e inhumano asesino de pueblos y libertades.

Ancelotti, no obstante, es un hombre inteligente y no entiende de fascismos. Mantiene desde el principio un pacto de lectura con el aficionado: te voy a poner a este, a este y al otro. Lo sé yo, lo sabes tú, lo sabe Paco Jémez: dejémonos de tonterías, porque los nuestros son mejores que los suyos. Así las cosas, James ya es inamovible una vez devuelto a la vida por el avance de la medicina y la tecnología quirúrgica. James se diferencia de Isco en dos cosas: en un físico privilegiado y en una orientación táctica natural que le fluye desde dentro de ese corpachón menudo pero robusto que la familia Rodríguez cultivó a orillas del Caribe colombiano con mimo y dulzura, esperando la llamada de la nación madridista como si fuera una predestinación. Modric ordena el Universo Real Madrid y James le construye autopistas multicarriles por todas partes. Es el hombre de la verticalidad. Su sentido del juego es asombroso, pues apenas concibe la conducción sino en momentos de riesgo, con tres o cuatro rivales encima. Talento tiene de sobra para autorretratarse al óleo y colgarse él mismo de la sala del quattrocento italiano del Prado, pero juega al primer toque como manera de entender la vida y el juego. Estas dos cualidades le hacen cuadrar perfecto en la ronda de circunvalación que Ancelotti tiene montada en el centro del campo, con Kroos y Modric. Es Di María sin el aturullamiento, sin el frenesí agónico, sin el desfase; Isco es un hombre traído al mundo para rasgar el velo del santasanctórum. Son tan distintos como el agua y el vino. Sin embargo, pecó el Madrid de querer jugárselo todo a la carta de la diagonal larga y el pase a la espalda de los laterales vallecanos, alegres activistas de la libertad individual. Tanto fue el empeño de estos dos chavales en comulgar ecuménicamente con Bale y Ronaldo que apenas obstruyeron durante un buen rato los carriles abiertos como piscinas olímpicas detrás de sus culos apretados. Pero falló el Madrid en la entrega final, precipitado. Entre eso y la presión tozuda de Bueno, Manucho y Kakuta, la salida del Madrid se torció, confundida, sin poso.

No pasaba el balón por Modric. En realidad, no llegó a sus pies, que es como decir, no estuvo el partido bajo su narración omnisciente, hasta el 0-1. Entre ese empeño del Madrid en construir el gol haciendo un puente desde Ramos hasta James, sobrevolando al monarca croata, y la irritante obstinación del Rayo Vallecano en querer ganar el partido, la cosa se complicó hasta orillados los 70 de partido. ¡Qué molesta querencia la de los contrarios de querer competir! ¡Qué coñazo que hagan siquiera acto de presencia! Por suerte para Dios y para España, el Madrid está en ese celo agresivo que le entra cuando llega abril y los muchachos huelen la primavera, la manzanilla, la feria y las niñas vestidas de flamencas. No sobrevino ninguna tragedia, por más que Casillas se empeñara en ello con salidas por alto dignas del mejor Stephen Hawking. Sostuvo el Madrid el gesto serio, que sin llegar a ser majestuoso como en Barcelona o a ratos con el Granada, fue eficiente y altanero. Carvajal, que no duerme desde que se anunció a Danilo, recuperó la vespa vieja esa que se le gripó en Navidad. Montado en ella llegó hasta línea de fondo y puso un centro dulce como el caramelo para que Ronaldo hiciese una flexión rematando abajo. Tic, tac. El Rayo se removió un poco, agitando la fiebre bolchevique pero sin llegar a sublevar a nadie. Luego Marcelo, definitivamente depositado en la tierra con una caricia Dios del fútbol y la alegría, acompañó el embate por la izquierda. La pelota zarandeó al Rayo por toda la frontal y cuando el Madrid imprimió electricidad a la triangulación, brotaron de las cloacas de Vallecas tres o cuatro agujeros, pedazos de tierra ocupados cada uno por un jugador de los de negro. Al primer toque recibió James un balón que venía con la fuerza de la jugada en sentido contrario, suficiente para que su zurda crisoelefantina combara la pelota en un chut perfecto que se le escurrió a Cobeño por donde muere el fútbol para todos los porteros, la cepa del palo largo. Ancelotti cambió entonces a Benzema por Isco, y el partido se meció plácido, en una duermevela final tan sólo alborotada por algunos manotazos de Casillas al aire y una parada final que, en justicia, hay que reconocerle.

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