Cuando en noviembre se lesionó Modric, y el Madrid continuó ganando aunque jugando menos bien porque al fin y al cabo, Isco es un mediapunta y demasiado que sostuvo el mundo sobre sus hombros reducido a un 5 carcelario; cuando en enero se rompió James y luego Ramos, y finalmente lo hizo Pepe, y el Madrid dejó de ganar y siguió jugando mal, hasta deshilacharse, algunos dijimos: ha de ser cosa de las ausencias. Al fin y al cabo, estábamos hablando de cuatro titulares, más las intermitencias de Marcelo, que son como las calores de marzo: pueden darse y de hecho se dan, pero hasta que el sol establezca su dictadura de mayo, todavía quedarán semanas de frío. Las ausencias configuraron un equipo amorfo y Ancelottti prefirió mantener el molde, cosiendo con puntadas algunos desgarrones de emergencia. Fiándose probablemente en demasía del talento edénico de Francisco Román Alarcón y en el prodigio siderúrgico de Anton Kroos, Carlo cargó la mano sobre un mecano que parecía andar solo. Hasta que el autómata tropezó y cayó de lado, apeándose de la vereda, a pesar de que sus patas de robot japonés siguieron haciendo ruiditos y aspavientos atávicos. Volvimos algunos a decir entonces, con cautela: han de ser las lesiones; el equipo marcha bien pero extenuado; el armazón es sostenido por trescuartistas descontextualizados; un malagueño con más brazos y piernas injertados a modo de escobas que Frankestein, y un alemán que enrojecía por el esfuerzo o quizá por el calor a la manera en que los de su raza decoloran las playas del Mediterráneo.
Sin embargo, se oía un tumulto confuso. Una algarabía, un in crescendo de voces abigarradas, totum revolutum que fue precisándose al pasar de los días. Volviéndose nítido y claro, imponiéndose finalmente al resto del murmullo, como se impone el repiqueteo sordo del oleaje por encima del sonido dulce del mar: este Madrid está acabado, decían las voces. Se recogían los faldones de sus túnicas y se mesaban el pelo de la barba muy atropelladamente, dando muestras de grande enfado. ¡Calzonetti, tiraligas! ¡Ha quemado el equipo! ¡Los jugadores hacen lo que quieren! ¡Esto con Franco no pasaba! Con sorpresa y algo de rubor, sin duda hijo del temor púdico que aún conservamos unos pocos, nos miramos a la cara, avergonzados, preguntándonos en susurros apenas audibles: se nota que son las bajas, hombre. Si hay piezas desubicadas, puestas a girar fuera de lugar bajo una luz mortecina; pero qué es esto. Mas los rumores, como las derrotas del Madrid y las malas faenas y los almohadillazos (en España se le han tirado almohadillas a Belmonte y a Zidane, convendría no olvidar esto), no cesaban, y doctas opiniones sumergidas en la charca tuitera y puestas a remojar en vino peleón, insinuaban palabras de honda gravedad. Palabras que hacen erizársenos el vello de los brazos; ideas trufadas de recuerdos dolorosos y asociaciones tenebrosas. Palabras, en fin, difíciles de digerir, que dichas en el momento adecuado y entre la penumbra justa, hacen retemblar las almas de los inocentes que esperan en el purgatorio: desidia. Apatía. Desgobierno. Autogestión. Cenas de conjura.
El traqueteo del tren de las ratas era ya imparable y hasta Francisco Alarcón, Gareth Bale o Cristiano Ronaldo eran señalados por las autoridades plenipotenciarias de la opinión. La cosa parecía clara y entonces nosotros, que fuimos los de entonces, nos miramos con ojos glaucos, un tanto ateridos por el frío de afuera: ¿y si tuvieran razón? ¿y si los tuiteros tienen razón? ¿y si los periodistas y los opinadores nos están diciendo verdades apocalípticas que nosotros no queremos, en un ejercicio de vanidad estúpida, creer? ¿será verdad que están muriendo nuestros guerreros en las murallas de Troya, fracasando en el asalto por el laissez-faire que se comenta por los mentideros? ¿y si nuestros ojos, cuando veíamos un equipo soberbio pero deshidratado, ganador pero desmochado, competitivo pero zarandeado por la polio y los ansiolíticos, nos estaban engañando? ¿quién osa rebatir lo que dicen estos señores tan serios de Tuiter, que saben de todo? Es natural transigir con la duda. Y transigimos. Hay que fiarse de lo que uno ve con sus propios ojos, de eso no hay ninguna duda; fiarse de lo que uno contempla y no de lo que otros popes revestidos de púrpura mediática le cuentan a uno que vieron: en ese artefacto se fundamenta el control que todavía ejercen las tribunas periodísticas. Sin embargo, ¿cuánto vale mi propia lealtad a lo que veo sobre el césped, a lo que mi mismidad misma y unitaria observa hacer a los chavales en el campo, cuando insignes próceres de la todología y otros tantos dandis de tuberías y mentideros, nos cuentan acerca de lo que realmente está pasando? Y el Madrid empata contra el Villarreal y pierde dando asco en Bilbao. Por supuesto, uno recuerda lo que de niño le contaron los viejos, aquello de que en la vida puedes ganar y puedes también levantarte un día de la cama y hacer el ridículo; y no dejar de hacer el ridículo hasta que te acuestes por la noche, sin que oscuros contubernios subterráneos tengan la culpa de tu lamentable gestión de los acontecimientos. Uno recuerda que la vida está gobernada por fuerzas insondables y contradictorias, ¿pero qué vale todo esto ante la auctorictas tuitera? Al fin y al cabo yo soy de pueblo, ¿no va a saber más que yo un tipo que vive en Madrid, por el mero hecho de vivir en Madrid, por la erótica de la cercanía?
Más, lo peor que puede uno decirse, la traición más dolorosa que comete uno contra sí mismo en la intimidad, es ceder al impulso animal que ofrece la combustión pirolítica como respuesta instantánea a los males acuciantes del momento presente. Ese impulso es la sangre martilleando las sienes, la víscera mordiendo las yemas de los dedos y pidiendo salir con unos rugidos extraordinarios: es el ogro tuitero. Un monstruo que se alimenta de la vanidad y del prejuicio, y por toda una serie de circunstancias ajenas por completo a lo que ocurre cuando un tipo agarra una pelota, centrifuga el juego, bambolea su cuerpo sobre el espacio y convierte el balón en un modo natural de expresarse en el mundo. Al final, teníamos razón, y lo que le pasaba al Madrid era que le faltaba la osamenta, el vórtice trapezoideal, que es la entropía generada abruptamente por las trayectorias asimétricas y variables de una serie de fulanos extremadamente técnicos entre quienes la táctica adquiere un sentido tetradimensional que incluye el espacio, el tiempo, la velocidad y la precisión. El Madrid, desde octubre hasta diciembre de 2014, fue una catedral gótica levantada sobre arena del mar; un edificio funcional donde los elementos eran objetivamente bellos, por separado, emancipados uno de otro, y naturalmente, en conjunto: Kroos-Modric, Bale-Benzema, James-Isco, Ronaldo como bóveda de crucería sustancial. En esa catedral, flamígera construcción en equilibrio precario, aunque hermoso por frágil, los alfiles se apoyaban los unos en los otros, haciendo de contrafuertes para el compañero,siendo todos arbotantes del rey Ronaldo, pieza maestra que culminaba el sistema, que lo sobrevolaba, campanario que contenía en su potencia quieta todo el gesto majestuoso.
Toda la ciencia mundana de gente que sabe menos de lo que cree y que, por supuesto, habla más de lo que debe, tiene el valor exacto de cero en el momento en que todos estos muchachos entran en contacto con ellos mismos y, arando con el balón, delimitan el campo de su actividad electromagnética. Con una pelota y unos cuantos trucos aprendidos en la calle, en el parque, en el recreo, en el albero y en el barro, en los colegios cerrados por la tarde a donde van los futuros electrodos del balompié a iniciarse en el arte del bola con bota y adelante, nada tiene que ver la música indie ni el teorema de cuerdas; ni la revista Forbes, ni The Economist, aunque haya todavía quien se empeñe en contrastar la calidad del diamante echándole cerveza belga por encima a ver si la piedra se relame de gusto o la prefiere Cruzcampo. Este Madrid no es el cemento técnico y operativo que había cuando Alonso, el geómetra; ni el sostén poliédrico del Di María interior. Es un templo de luz hecho con estatuas saladas y de extraordinario equilibrio complementario. Pasó que se derrumbó una de esas piezas arquitectónicas y el conjunto, programado como una mole interconectada y dependiente de esa solidaridad mística cuya grandeza levantaba en vuelo al equipo, fue desplomándose a lo sordo, con la vaporosa ingravidez del polvo en suspensión después de una explosión gigantesca.