Como dice Jarroson, la coreografía norcoreana escenificada en el Camp Nou cada vez que llega el Madrid abrió la noche. En el Plus, Carlos Martínez ahogaba con dificultad una emoción que embargaba su garganta mientras describía el habitual mosaico barcelonés. El plano cenital del estadio era el encuadre perfecto con el que empezar una película que revisione el 1984 de Orwell. Con esa pulsión colectiva típica que engorda la vena nacional catalana hasta amenazar con romperla, recibió Luis Enrique a Ancelotti plantándole un once ya sabido de memoria: Mascherano en su recuperado rol de mediocentro, Rakitic con a Iniesta en el tándem más mantecoso de la élite; Messi, Neymar y Suárez. Carlo, a falta de James, articuló el mecano en torno a Ramos, Modric y Benzema. La presión por ganar era para los de blanco, y se habían oído durante toda la semana rumores de ruina por las callejuelas estrechas y mal alumbradas de la capital. Pero el Madrid se acuarteló en dos líneas muy juntas de 4, y por delante Ronaldo y Benzema olisqueaban el vestíbulo azulgrana buscando algún ratón escondido bajo la alfombra. No obstante, Pepe y Ramos cometieron dos errores consecutivos que desencadenaron la acción de la primera parte. Trabado en una pelea bajuna con Suárez, sucia como todo lo que toca este uruguayo camorrista y turbio cuyo talento no está al servicio la la literatura, sino de la propaganda, Pepe salió hasta más allá de su explanada defensiva. Mordió el tobillo de Suárez y el referí pitó falta: una de estas faltas laterales que constituyen el 50% del déficit público del Real desde que llegó la democracia. Messi tocó la pelota como si fuese fácil; el balón describió una comba realmente plástica que encontró la cabeza de Mathieu por el camino. El giro de cuello fue grácil y certero. Adelantándose un cuerpo a Ramos, fulminó a un bulto anaranjado que a modo de bombona de butano fue depositado por los operarios del Camp Nou al inicio del partido en el área madridista.
Perdió el hilo el Madrid, de repente desasosegado por el gol y la distancia en el tablero de la Liga. El Barcelona forzó un par de córners aprovechando la marejada. En uno, la pelota regresó de costa a costa sin que nadie de blanco acertase a escupirla fuera, y Neymar derrochó la ocasión más clara de la noche; acto seguido, a Modric le cayó la pelota como enviada por Dios. Caracoleó, pausando la jugada un instante. Avanzó, junto a Marcelo, pasándosela el uno al otro de un modo tan sutil y sencillo que el mundo pudo comprobar la vacuidad de este Barcelona menor cuyo liderato es mácula eterna para Ancelotti y su equipo; Modric avistó a Benzema, fondeado en un costado de la playa culé. Lo que hizo Benzema con la peota, al primer toque y de espaldas, está ya cincelado en mármol en el hipotálamo de los estetas, que es como un museo hermoso y tranquilo lleno de paredes blancas y jardines interminables donde siempre suena la guitarra de Paco de Lucía. Ronaldo estrujó la pelota contra la portería de Bravo. Esto dio paso a la media hora más agónica del Madrid desde la final de Lisboa, en el sentido clásico de la agonía. El Madrid fue vehemente, apasionado; se echó encima del rival con una cólera satánica, recobrando cada balón nada más perderlo sin permitir que Iniesta o Messi iniciaran desde su propio campo. Marcelo, Modric y Benzema sobresalieron en este rato hecho constelación, un rato donde Ronaldo acompañó la cabalgada colina arriba con lo mejor que tiene este tipo: ansiedad caníbal, voracidad. Chutó con violencia desde la frontal, como antaño. Bravo se lució; luego Bale, en un córner, tuvo el 1-2 pero lo echó fuera porque ayer el galés dio algunos pasos atrás en su ascenso al Annapurna de la Historia. Benzema y Marcelo descosieron al Barcelona por dentro, en unas conexiones cortas, precisas, eléctricas, escandalosas. Pero el Madrid no tiene pegada, aunque Carlos Martínez y Michael Robinson, y Alfredo Relaño y Diego Torres y Toñín el Torero insistan en ello.
El Madrid necesita construir un castillo de naipes y coronarlo con una cría de elefante puesta de puntillas encima; el Barcelona, en cambio, apuñaló en cuanto pudo. Reanudó el Madrid, en la segunda parte, la abrasión sobre Claudio Bravo, pero siguió éste parando y siguió el Madrid claudicando ante esa servidumbre inexorable del fútbol por la cual uno ha de marcar goles para ganar los partidos. Messi, ubicado como interior y por momentos, número 5 de su equipo, percibió en el crujir de las briznas del césped una carrera de Luis Suárez; la pelota atravesó el cielo madridista como una hendidura fina y profunda que Pepe no pudo atajar en una primera instancia; acompañó Ramos al uruguayo, que ya había controlado al primer toque y orientado hacia dentro, continuando la carrera Pepe hacia el primer palo de Casillas. Yo pensé: ¿por dónde puede entrar ese balón? De todas las posibles trayectorias que la física ofrecía como plausibles, Suárez eligió la lógica. Se echó encima del balón asegurando con el tobillo derecho, y donde Casillas pudo haber estado plantado de firme un metro más adelante, no hubo más que vacío. Llegó la pelota al segundo palo y sucumbió el esfuerzo madridista. Un esfuerzo homérico compensado sólo por la esperanza irredenta de algunos aficionados, que guardarán esa media hora de fútbol como un paquete accionarial que ya no puede venderse y del que se espera triplique sus beneficios, porque el mercado es juguetón y bromista, y lo último que se pierde es la esperanza y lo que importa es participar. Modric se quedó sin mecha y Carletto prescindió de Isco cuando lo que necesitaba era presencia por dentro, conquista de espacios tras la segunda línea barcelonista y pisar área con frecuencia. Mantuvo a Bale, yermo y hundido, y el Barcelona se hizo con la espalda de los centrales del Madrid lanzando a Neymar y a Messi como drones no tripulados. Si el año pasado parpadeó un imperio en el Camp Nou, también en media hora, ayer se pudo oírlo masticar. Pero todavía no es suficiente, y lo que no se hizo entre enero y marzo, habrá de hacerse de aquí al 14 de abril. O no será.