Retomo este dietario con un par de asuntos. Uno, de 1936, y otro, de hoy. Ambos disparos pero ambos, también, con su miga. En la edición de ABC del 12 de marzo de 1936, jueves como hoy, se reseña una nota sorprendente:
El Sr. Azaña dice que el día de ayer fué tranquilo
Cuando el Sr. Azaña se retiraba de la Presidencia manifestó a los periodistas que hoy no habrá Consejo en Palacio porque ya se celebró el lunes, y que la primera reunión ministerial tendrá lugar mañana, viernes, en la Presidencia. Luego preguntó a los informadores:
-¿Ha ocurrido hoy algo en Madrid?
-Esta tarde -le contestaron- hubo algunos grupos en actitud expectante en los barrios bajos, pero no sabemos que haya ocurrido nada.
-En efecto -respondió-. No ha ocurrido nada y las noticias que he recibido de provincias acusan tranquilidad.
Háganse una idea del contexto en que debía bullir España, puesto que la noticia era la ausencia de noticias. No es ni la primera ni la última vez que lo normal (entendiéndose por esto, la linealidad de lo rutinario, lo esperado, lo ordinario) es para los periodistas un hecho noticioso: ahí están las calores del verano, las nieves del invierno o los temporales en marzo para atestiguarlo. Pero no deja de resultar curioso que ya en 1936 el periodismo hubiese alcanzado este Everest de nadería que hoy es tropo habitual. También desconcierta la naturalidad con la que el Presidente del Gobierno se dirigía a los informadores; el trato afable, alejado del histrionismo contemporáneo. La accesibilidad. Todo eso parece hoy perdido entre asesores, gabinetes de comunicación y demás intermediarios, que no son sino mediadores ante los mediadores; si pudiera decirse que la afluencia de profesionales de la comunicación política hubiera mejorado el nivel del discurso de la figura pública, pues todavía. Pero, ¡ay!
Y ese barrios bajos, qué me dicen de él. Imagínenselo hoy. Sí, yo tampoco puedo imaginármelo.
Voy ahora con un apunte actual. Corresponde a unas declaraciones de Antonio Sanz, Delegado del Gobierno en Andalucía y guardia de corps del candidato del PP por esta comunidad, Juan Manuel Moreno Bonilla. Antonio Sanz dijo en Sanlúcar de Barrameda, el otro día, lo siguiente:
Lo voy a decir muy claro. Yo no quiero y no me gusta que a Andalucía se la mande desde Cataluña ni que su futuro lo decida un político que se llama Albert.
La sinécdoque, tramposa como casi todas las sinécdoques, de confundir deliberadamente Ciudadanos con Cataluña, solar de dicho partido, es muy sibilina. Y bífida. Porque muchas otra veces se ha confundido, también desde el Partido Popular, y también deliberadamente, a Cataluña con otros entes: con CiU, con ERC o con asociaciones como la ANC o la CUP. ¡Admirable uso de las sinécdoques, el pepero! El todo (Cataluña, un territorio geográfico, una comunidad autónoma, un lugar habitado por individuos con categoría de ciudadanos libres, un -añádase lo que se quiera-) puede ser muchas partes a poco que algún cadí del PP se ponga a hilar retóricamente.
Y luego está esa sinestesia particular: «El futuro de Andalucía lo va a decidir un político que se llama Albert». Es curioso porque en esa frase operan varios elementos discursivos. El futuro de Andalucía, es el primero. Andalucía, como Cataluña más arriba, no es ningún puño apretado como cantaba Víctor Hugo Morales en el gol de Maradona; por más que se empeñen partidos como el PP, PSOE o el andalucismo a imitación de otros nacionalismos contemporáneos más exitosos, Andalucía, como tal, no existe. Como tampoco existen Cataluña, Madrid, Asturias o, tiremos por alto, España. Existen comunidades de individuos que moran en un mismo territorio y comparten sola y exclusivamente dos cosas: un mismo ordenamiento jurídico y una misma Constitución. Lo demás (vínculos lingüísticos, históricos, religiosos, etc) son variables aleatorias, secundarias y accesorias: un hijo de malíes que nace en El Ejido es tan español como yo puesto que nace en un territorio cuya legislación lo dota automáticamente de la misma condición cívica, jurídica y legal que la mía. Punto. Por ello, Andalucía, en la frase de Sanz, no es más que un tropo: cabría discutir qué es lo nuestro (recurso propagandístico tan manido por todos en las elecciones andaluzas) si me comparo con el susodicho almeriense de padres malíes, cuyos ancestros y los míos no hablaban la misma lengua ni, seguramente, compartían la misma fe. Pero sería una discusión banal, como lo es la frase del señor Sanz, que además de Banal, es miserable. Miserable en la segunda y tercera acepción del término descritas por el DRAE: abatido, sin valor, sin fuerza; mezquino, que escatima en el gasto.
El señor Sanz nos está diciendo que si la lista encabezada por Juan Marín -del que desconozco trayectoria y capacidad intelectual, aunque esto no viene al caso- gana las elecciones al Parlamento andaluz, quien gobernará realmente en San Telmo no será él, sino Albert Rivera, el presidente nacional de su partido. Eso es un boomerang, señor Sanz, pues se podría decir lo mismo de su hombre, Moreno Bonilla, y del señor Rajoy. Sin embargo, esto pertenece a la dialéctica; lo que está fuera de ella, y de los límites que marca la ética -sin apellidos-, es lo del nombre. La cuestión del Albert. Está muy bien que usted, en una bodega frente a Doñana, en medio de una audiencia manifiestamente favorable, se deje llevar por un exceso retórico chabacano y saque fuera lo que el cuerpo le estaba pidiendo: no nos va a gobernar un catalán. ¡Un catalán! Pero luego no se queje si alguien como yo me permito la misma licencia narrativa y llamo basura a su retórica sucia y ruin; y le emplazo a hacerse un canuto con el discurso paternalista del voto útil, prenderle la punta y fumárselo al fresco en Bajo de Guía.