Las edades del mundo

Los alemanes, como los gitanos o los moros según decía mi abuela, si no te la dan a la entrada, te la dan a la salida. Para explicar lo que ocurrió anoche en el Santiago Bernabéu entre el Real Madrid y el Schalke 04 voy a recurrir a una fábula. Iba caminando un leproso por un sendero sin vida, gris, rocoso, como el campo lunar del Mont Ventoux. Con el sol alto, apretando de la hostia, se encuentra en el camino a un paisano que venía bajando, en apariencia tranquilo. El paisano lo mira con recelo: el leproso iba sonando su campanita. De pronto observa que el enfermo guarda una alforja de cuero que parece contener dinero. Monedas que tintinean. Entonces agarra un puñado de tierra y se lo tira a la cara del leproso, que se revuelve, cegado, y empieza a manotear al aire. Leproso, dame tu dinero, le grita. Puto leproso, dámelo. Le agrede de lejos pues no quiere tocarle, del asco que le tiene. El leproso consigue atisbar entre las nubes de arena y lágrimas que encharcan sus ojos, la posición del atacante, y se lanza hacia él, de cabeza, como si fuese un carnero embistiendo. El otro se aparta justo cuando había conseguido agarrarle la bolsa con el dinero, que se rompe esparciendo todas las monedas. A esto que el leproso se tira otra vez sobre el paisano escupiéndole su repulsiva saliva, lo que logra ahuyentarlo. Cuando está recogiendo sus monedas del suelo, trastabilla y se cae, rodando colina abajo. Eso fue el Madrid anoche: un espantajo llagado y maltrecho, a punto de ser violentado por uno que pasaba por allí.

Dicen los textos antiguos que uno no puede pasar dos veces seguidas por Alemania sin dejarse un trozo de su espíritu. El Madrid acabó desparramado por la pradera de Chamartín, trillado, deambulando con la cadencia de un grupo de extras de Resident Evil. Cómo fue de cataclísmico el asunto que con 3-4 y la eliminatoria en un puño, 4 de blanco bajaban andando. El Madrid de Ancelotti ha cogido un pestazo a muerte desde el partido contra el Villarreal que hasta a Enrique Berenguer, Blanquet, el banderillero que olió el palmazo de Joselito en Talavera, debió llegarle en donde esté. El éxtasis del gag protagonizado anoche por el campeón de Europa llegó en el minuto 93. Balón rifado en el área. Marcelo despejó hacia atrás, melenazo al viento. Córner. La cámara enfocó el fondo donde los alemanes cantaban como si ya hubieran ganado. Se me vino a la mente el gol de Ramos en Lisboa y pensé que el karma es muy cabrón; que tal y como estaban las cosas, el Madrid iba a morir con el mismo hierro con el que le asestó al fútbol el hachazo de la posteridad. Pero no. No sé muy bien cómo, Casillas atrapó ese córner; se tumbó en el lateral del área chica, ese santuario, y se pudo sentir en las Antípodas la reverberación aliviada de la nación madridista. Esta fachada cadavérica que se le ha puesto al Real, de pronto, es algo complejo de descifrar. Este equipo ha alcanzado cotas históricas de juego y resultados en esta misma temporada. Parece que hubiera transcurrido una glaciación desde aquello.

En el Madrid, todas las funciones, desde lo cómico a lo extático, adquieren una dimensión estruendosa. Pero en la descomposición, la categoría onírica de este club-Estado llega a una especie de clímax sostenido en el tiempo: cientos de miles de millones de personas opinando, sintiendo, indignándose, golpeando teclados, discutiendo, acalorándose, apasionándose, llorando, riendo, vociferando, echando espuma por la boca y, al final, dictando sentencias que no aguantan ni el embate de una semana, pues el fin del mundo dura en Concha Espina lo que va desde el final de un partido al comienzo de otro.  Toda esta concentración emocional en torno a once tipos vestidos de blanco, once tipos normales, algunos con taras, otros introspectivos, a menudo anodinos, pocos geniales; once tipos normales y un entrenador que es padre ante Dios, la Historia, Florentino Pérez y lo de afuera, que es eso que cantaba Extremoduro, la masa inefable. Un padre puesto entre la espada del deber y la pared de sus hijos, pequeños seres frágiles y sentimentales. Un hombre que sufre, que permanece despierto cuando los niños se han ido a dormir; que menea los hielos del bourbon y le da otro lingotazo al Four&Roses buscando con la mirada perdida algunas soluciones al drama incesante del día siguiente.

Es imposible que tanto sofoco humano, que tanta erupción, no se derrame sobre los once tipos de blanco y destemple los ánimos más predispuestos. Ninguna institución creada por la mano del hombre puede sobrevivir al holocausto hecho rutina, a la bancarrota cotidiana, al apocalipsis nuestro de todos los días. De hecho, el Madrid no sobrevive: flota. Como Modric. Regresó Luka Modric, el único hombre capaz de caminar por encima de las aguas, tomarlas y bendecirlas, sin que el fuego salpique sus cabellos croatas de Zadar. Ingresó al campo cuando el Schalke empató a 3. Fue como si al césped del Bernabéu le hubiese salido un escalón. De golpe el Madrid tenía un resorte en mitad de su armazón, un elemento extraño que hacía mucho tiempo que no estaba, y dejó de dar bandazos. Los marineros más avezados y los viejos lobos de mar lo llamarían timón. No quiero ser yo, lego en náutica, quien ose ir más allá de la mera suposición: pero en lo que a mi estricta observación respecta, el Madrid pareció instantáneamente gobernado por una fuerza divina superior e incognoscible, por una mano paternal que lo guiaba entre las rocas, separtándolo del oleaje, elevándolo por encima. Todo así hasta que el propio Modric, cosa del rodaje, propició un contragolpe al meter la puntera donde no debía, con sus centrales -por decir algo- replegándose en carrera. Huntelaar aspiró la fragancia del homicidio y golpeó metiendo el interior: la pelota hizo pim, pam, pom, rebotando en el larguero y botando dentro. El marcador del estadio lució 3:4 y al partido todavía le quedaban 5 minutos más el descuento. Lo que ocurrió desde entonces y hasta el final es una historia que contaremos algún día a nuestros hijos, cuando no puedan dormir y nos sorprendan a nosotros, viejos tiestos estropeados y disfuncionales, bebiendo a solas en bata bajo la luz mortecina de la cocina.

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