Vivir en provincias tiene sus ventajas. Pocas, pero las hay. Se puede ir caminando hasta el bar, sin agobios, para ver el fútbol. No hay que meterse en el metro, ni pasar media hora entre andenes y hedor a sobaquera para ir a ver cómo el Athletic de Bilbao te rompe el culo. Eso que uno se lleva. Si encima se trata de una tarde de sábado casi de primavera, con su solazo en todo lo alto como las flores en el pelo de las sevillanas, en abril, uno puede regresar también caminando. Incluso oyendo música. Disfrutando de un bonito atardecer, blando, sin demasiado fresco. Puede uno caminar y caminar por las avenidas vacías; seguir caminando hasta las vías del tren, y lanzarse al paso del que cruce primero. Por suerte, por mi pueblo no pasa ningún tren, y como me estoy quitando de Twitter, tampoco pude descuartizarme a tuits, así que sólo me quedó cagarme en Dios muy bajito y quedamente, sin gritar ni nada, por no dar que hablar a los viandantes. El postre de un sábado mefítico como fue el de ayer, era estamparme contra la realidad de que tampoco el alcohol me ofrece ningún consuelo, puesto que no puedo beberlo sin riesgo de no desencharcarme los pulmones de aquí a 2016: de modo que experimenté ayer por la noche la plena y vivísima experiencia del casado mediopensionista en provincias cuyos sueños y vaguedades ilusionas se evaporan entre el rumor de lo cotidiano y la aspereza cadenciosa del costumbrismo.
El Madrid hizo el ridículo. No se puede hablar de otro modo menos agresivo. Ancelotti dispuso el mismo esquema de siempre, ese que ya no tiene almohadillas porque están gastadas; cuando descarrilaba, aplicó las soluciones acostumbradas. Volvió a meter a Chicharito por Benzema cuando el equipo se estaba descolgando por el precipicio: digamos que es un recurso cómico que está muy bien para hacernos reír destensando el ambiente. Aplaudí con las orejas el fichaje de Chicharito pero a estas alturas hasta Morata me parece un remedo de Romario comparado con este patilargo que parece recubierto de teflón puesto que los balones le repelen, se alejan rebotando como si hubiera un campo electromagnético que impidiera su contacto con Javier Hernández, que tiene una cara simpatiquísima y nadie duda será un excelente amigo, grandísima persona y formidable padre de familia. Pero sería injusto hablar de Chicharito. El Madrid saltó al precioso campo que las autoridades provinciales y autonómicas, tanto políticas como financieras, le han construido más o menos de balde al Athletic a expensas del erario público, y la gente habla de cosas etéreas: ¡la actitud! ¡no le echan huevos! ¡se han agolfado! ¡son los dueños del vestuario! Bullshit. El futbolero medio tiene el ritmo de una ametralladora cuando se pone a soltar sandeces como sandías; lo que le pasa al Madrid, y lo digo con la autoridad de la que yo mismo acabo de revestirme, al segundo café de la mañana, es que está agotado. Kroos es un milagro para la ciencia: que todavía pueda caminar es un fenómeno sujeto al análisis de los ingenieros más reputados. Isco ha sostenido la balsa con el náufrago encima bebiendo champán hasta que los rivales han sabido cómo empujarlo hasta su propia jaula, en el rincón izquierdo del ring. Sin Modric, y sin James, el Madrid ya no tiene red ni adormidera; no sale en velocidad, no dispara las transiciones con el vértigo controlado del guante. Sin Ramos, ni siquiera Pepe puede mantener la tensión del cable de acero: es admirable cómo Aduriz saltó sobre él como si en la cabeza rapada de Kepler anduviera suelta la independentzia de Euskal Herria. Golpeó la escuadra de Casillas con la cabeza, a lo bilbaíno, y tembló la cornisa cantábrica. Se agitaron banderas de apoyo a los presos etarras y San Mamés fue un puño apretado gritando por Luis Enrique, quien a esa hora de seguro estaría escuchando el partido por la radio mientras terminaba de hacer triatlón y me juego la camisa a que apretó un sprint y saltó sobre alguna pared haciendo parkour, del subidón.
El Madrid acorraló al Athletic al inicio de la segunda y pareció que el sol repuntaba otra vez, ganando sobre las brumas oscuras que ya vaticinaban la noche. No concretó. Apenas hubo dos calambrazos, reminiscencias del Madrid imperial y abrasivo de octubre y noviembre; luego Bale, Benzema y Ronaldo dedicáronse a chocarse contra una pared. En el Athletic jugó un negro. Un negrazo, un fenómeno de 2 metros, un Cornelio Batiato que arrambló con la retaguardia de Ancelotti y en cuya zancada se podía adivinar la venida de una raza superior, definitiva, paradójicamente terrible puesto que en Iñaki Williams se conjuga la superioridad física del hombre negro con la terquedad vasca y ni Pepe sacando la vena del cuello pudo con él. No quiero despedirme sin hablar de Bale, Benzema y Ronaldo. Aquí, uno ha gastado sus palabras mejores en loar cada actuación literaria de todos ellos, en especial, de Benzema. Pero hay que ser justos. Ser justos es importante. Benzema lleva dos partidos quizá perdido en la interpretación ambigua de alguna sura coránica; Bale, de cuerpo presente, lo mismo también anda persiguiendo su alma, descarriada por alguna pradera galesa llena de cabras y labriegos de prognático mentón. Ronaldo fue el mejor madridista ayer. Durante el descanso se le pudo ver arengando a la tropa como un general en la torre de asalto esperando a que abran la puerta para lanzarse sobre la ciudad enemiga. Pero fue en vano. El espíritu retomado en Elche se ha diluido en un infortunio físico que ya se está inoculando en las cabezas de los jugadores y de un entrenador que parece empeñado en mantener el rumbo del Titanic herido por el iceberg en estribor, mientras apura a los enfermeros para que le devuelvan a Ramos, Modric y James. ¿Cuánto más puede navegar el Titanic entrando agua por el costado despanzurrado? Pronto lo vamos a saber.