Hablaba aquí, hace tiempo, del amor. Ese Madrid del enamoramiento, donde todo fluía con la naturalidad de los amantes, bisoña y fresca, alegre, rítmica como una sinfonía improvisada, solamente intuida. Eso ya no existe; han llegado los rigores del invierno. Se advertía largo, y lo está siendo. De octubre a diciembre, de Liverpool a Marrakech, en el imperio del amor madridista no se puso el sol. Se ganaba fácil y a lo gallardo. Se rasgaba, se rompía, se torcía a mano izquierda y a mano derecha sin pagar ningún peaje: pero todo ha quedado ya congelado. Primero se fue Modric, que fue como si se esfumase el encantamiento de la primera llamarada: no pasó nada, en apariencia. Pero algo habíase quebrado. La primera ausencia, el primer wasap sin contestar. Se siguió ganando, se siguió amando, se siguió besando con fruición pero ya no había el denuedo animal del principio, la risa tonta, que no tenía motivo, que no lo necesitaba. Luego se fue James pero siguió habiendo amor: regresó justo para conseguir el parche de la FIFA, que es como decir, para pasear juntos y de la mano por la calle principal, y que todos vieran lo mucho que nos seguíamos amando. Pero ya no era lo mismo. Se percibía. Ella tenía menos tiempo para él, y él no miraba tanto el móvil. Isco atado a la base canalizaba la cólera del adversario: blanco fácil. Despojados del boato imperial que le daba el amontonamiento de clase, de piernas dinámicas, de marcas móviles a su alrededor, Kroos y Alarcón se fueron desnudando sin la suavidad del amante, sino con violencia. Las ancas del alemán, secándose, en el hueso pelado ya; el malagueño, cada vez más atrás, de 10 convertido en 8, y luego en 7, para terminar de 5. El nervio del equipo, el músculo al que Ancelotti fió la grandeza de su segundo Real, se atrofiaba en la misma medida en que Cristiano y Bale, las franquicias, sufrían algún tipo de colapso psicosomático: el resultado es que llegó enero y la catástrofe. Eventualidad, no obstante, matizada: tampoco se ha perdido tanto. El Madrid está seco. Las rotaciones, tropo con el que se ha estado machacando a Ancelotti desde agosto, se han revelado importantes; probablemente sea ésta la crítica más acerba que pueda hacérsele al italiano, engreído en una estructura básica soportada por Peperramos, Kroos-Isco y Benzema.
Sobre estos jugadores pivota el Madrid dominante que lo ganó todo durante 22 partidos memorables. Ayer, con la resaca violenta del derby, el Deportivo atracó en el Bernabéu con el aire ese de víctima sacrificial que se le ponen a estos equipos cuando visitan La Castellana tras algún knockout sonado. Sin Modric, sin sus centrales brigadier, esos que meten al Madrid en el mediocampo del rival comprimiéndole los huevos al contrario, sin James y su frenesí ordenado, y sin Ronaldo (su cuerpo estaba presente, como un espectro sin alma que vagaba por los rincones, sollozando una letanía de desamor) Ancelotti recurrió a Ilarramendi como escolta de Kroos y alabardero de Isco. Illarra juega cada día más parecido a un playmobil: su movilidad se acorta tras cada partido, y parece como si le hubiesen prohibido pasar hacia adelante. Su corsé mental, ese del que parece no poder despojarse desde Dortmund, ha puesto ya de forma irremediable en el horno su carrera como madridista, y se está asando a fuego lento. Illarra huele a chamusquina porque en el interior le falta voluntad para descorchar el espacio entre Varane & Nacho y Bale & Ronaldo, y como stopper carece de firmeza vascongada, que es lo peor que se puede decir de un mediocentro vasco. El Deportivo apareció por el Bernabéu con Cuenca y Cavaleiro, dos tipos de trote desasosegante y mucho ímpetu. De Cuenca, que amanecía tras Arbeloa con mucha frecuencia, llegaron tres o cuatro situaciones de peligro real durante los cinco primeros minutos: el Madrid se encontró, de pronto, prisionero en su propia área, puesto que, cegado el pasillo central con un marcaje agresivo sobre Kroos y, muy especialmente, sobre Francisco Alarcón, entre Varane y Nacho no acertaban más que a dársela a Marcelo en circunstancias muy comprometidas. Entonces llegaron los mejores minutos del Madrid. Varias veces que el Real pudo romper por banda derecha, con mucho esfuerzo y artesanía minuciosa de Arbeloa, Bale y Benzema, el duro correaje deportivista, la pelota aterrizó sobre la frontal de Fabricio; Cristiano pudo articularse como uno de esos monstruitos de mecano que le venden a los niños por Reyes y remató al larguero sin esfuerzo aparente. Luego Bale, quien, a falta de esa onda vital que caracterizó siempre su juego de ataque en el Madrid, conserva al menos la personalidad suficiente con la que susurrar a los demás a mí que los arrollo, también chutó al travesaño. A la jugada siguiente, Isco caracoleó sobre el chaflán izquierdo del área gallega y metió uno de esos chuts combados tan característicos. Es como el sello del trescuartista, la marca adánica con la que este tipo de mediapuntas extraordinarios demuestran lo flexible que puede llegar a ser el tobillo bueno con el que escriben su historia. El gol calmó las cosas hasta el descanso.
Cuando el Madrid regresó, el Deportivo, y el partido, seguían allí. No se habían ido, para fastidio de un equipo sin fondo. Durante 10 minutos, los coruñeses pudieron empatar muy fácilmente. Casillas volvió a ser ese pelele inseguro de antes. Parece demostrado que sólo es capaz de alcanzar un nivel homologable con el fútbol profesional de Primera División cuando el resto de compañeros exhiben un estado de plenitud y jubileo. Cuando no es así, como ahora, como desde Marruecos, Casillas muestra sus ruinas íntimas con todo el esplendor público de quien construyó su mito en las redacciones periodísticas y a base de pelotazos: en vez de urbanísticos, de cegador brillo balompédico. Pero detrás de Casillas nunca hubo trabajo serio, comprometido, concienzudo; hubo chispazos de talento y baraka, esa suerte que los griegos llamaban tyche y que le han regalado momentos de lucimiento en escenarios inolvidables. Hubo una fase del juego terrible en la que el Madrid atacaba andando: tres jugadores subían la pelota con parsimonia, ante una lamentable falta de empuje visitante, y el resto se sentaba a horcajadas tras la línea de mediocampo, como mirando, deslavazados e inanes. Cuando entró Lucas Silva (por Illarramendi) Benzema metió el segundo en la única asociación digna de ser comentada que el equipo llevó a cabo en una segunda parte de puritita supervivencia apocalíptica. A Silva lo examiné atentamente, como a cualquier juguete nuevo. Mostró energía, que quizá sea lo más necesario en este momento letárgico por el que atraviesa el Madrid. Se ofreció y movióse todo el rato. Coronó su actuación con varios pases en largo, cosa que casi me levanta de la silla para aplaudir. Para que vuelva el amor se precisa, amén de un prolongado esfuerzo médico -espero que Florentino destierre a los matasanos de Sanitas a alguna isla desierta del Pacífico- una suerte de ímpetu juvenil que riegue la planta marchita del amor. Por suerte, se avecina la primavera.