En algo hemos avanzado, respecto a 1936: ya no se pueden pegar carteles electorales en los monumentos de las ciudades. Qué menos. Siempre me ha resultado incomprensible que, aún hoy, este recurso propagandístico siga tan en boga: ¿quién vota, realmente, a tenor de un cartel? ¿para qué sirven, si en cinco minutos y a través de la aplicación de Google en cualquiera de nuestros teléfonos, podemos encontrar fotos de los candidatos a alcaldes, presidentes o ministros, en pelotas incluso? Este ensuciamiento de las calles, legitimado por la Junta Electoral y avalado por la tradición histórica, me parece redundante, feo, antiestético: de una obsesión enfermiza por copar lo público, sin más finalidad que la de un difuso empeño por ganar algún voto mediante la acumulación ingente de fotogenia.
Pero la entrada de hoy es meramente recreativa. Puro jugueteo.
No obstante, esta foto, con la que abría el ABC de tal día como hoy de 1936, me parece significativísima. La Puerta de Alcalá, todo el mundo lo sabe, es la primera puerta monumental levantada en la Europa moderna; el Arco del Triunfo de París y algunos monumentos similares en Europa la tomaron como inspiración; como Puerta alegórica de Madrid -y de España, ya saben aquello de Madrid, rompeolas de España, y de las Españas- permiten la entrada y la salida, claro. Como todas las puertas. Sobre todo la entrada: de gente, de ciudadanos, de ideas y de invasores. A tres días de las elecciones de febrero de 1936 en las que el Bloque Nacional decía erigirse como bastión inquebrantable de la España eterna, que su cartelería electoral copara la Puerta de Alcalá no deja de tener su simbolismo; sufragios en los que, aguzando el filo propagandístico, se decían estar salvando España de otro invasor.
¡Moscú! Hay un detalle que me hace sonreír. Antes quiero aclarar dos puntos: si no he dejado clara de modo notorio y suficiente mi aversión hacia lo que representa Podemos y cualquier tendencia totalitaria de las muchas que se ciernen -por un lado y por otro- sobre la Europa de nuestros días, les conmino a leer no más que de pasada cualquiera de las entradas en este blog dedicadas a esta especie de serie o dietario; por otra parte, me gusta la justicia: intento tratar con equidad a todas las personas y a todas las cosas, errando, por supuesto, las más de las veces. Sólo soy un hombre, qué quieren. El caso es que he advertido una curiosa similitud entre la crítica acerba que algunos medios de comunicación marcadamente conservadores (13TV, incluso a veces ABC, La Razón, ya saben de lo que les hablo) hacen hoy a Podemos y la que se puede leer en el recuadro que acompaña a la tapa de ABC que pongo arriba: la insinuación -en realidad para nada insinuada, sino muy bien afirmada, sin ningún tapujo- de que están financiados por un gobierno extranjero entre cuyos fines está el de desestabilizar el régimen constitucional español.
No voy a entrar en la cuestión de si es verdad o no que el dinero venezolano o iraní fluye hacia Podemos desde hace tiempo, puesto que no puedo demostrarlo ni estoy en disposición de ello: todo lo que puedo hacer son conjeturas, y cuando las conjeturas entran por la puerta el periodismo salta por la ventana. Lo que sí está más o menos claro es que en 1936, el único partido que recibía directrices nítidas de la Rusia soviética (técnicamente, del Komintern, pero no nos vamos a engañar: eran lo mismo) era el Partido Comunista español. En febrero de 1936, los comunistas españoles, si bien eran una fuerza emergente gracias al proceso centrifugador del PSOE y al movimiento absorbente de las Juventudes Unificadas, continuaban siendo una fuerza minoritaria dentro del elenco de las izquierdas españolas. Elenco que no llegarían a dominar nunca del todo; seguirían siendo un grupo marginal dentro de la República hasta 1937, cuando se convirtieron en el principal eje del Gobierno en guerra contra los sublevados. Y aún así, el apellido confabuladores les quedaba grande: al final, el papel de Moscú en los asuntos españoles, como se demostró, no pasó del de Talleyrand renuente y algo moroso.