El partido de la curva

Ayer tarde, sobre las 4 o por ahí, estaba yo sentado en un banco de la calle, echándome una copa. El proceso es mecánico, y de ser siempre lo mismo, con los años, uno ya lo hace automáticamente. Rasga la bolsa de hielo, la choca fuerte un par de veces contra la acera, saca el vaso de plástico, dos o tres turrones; cuatro o cinco dedos de Rives, y el resto, tónica. O lo que haya. En torno a mí circulaba la gente, toda una barahúnda. Era día grande en este pueblo en donde vivo: la Tribu en armas festejando no sé qué. A mí me daba igual, yo sólo estaba allí por obligación social. Y para beber. Pensando en dónde podría ver el partido, me asaltó un amigo: vamos a la plaza, que hay gente. La gente. Qué constructo tan deleznable. La gente estaba allí tocando cajas y bombos, haciendo un ruido de mil pares de cojones. Y bebiendo, naturalmente. Hacía sol, sin nubes. Se estaba bien allí, a pesar de todo. ¿Cómo irá el Madrid? Al minuto 5, según Livescore, no había pasado nada. Yo no podía tenerme en mí. Debajo de la chaqueta tenía la camiseta talismán. Ya saben ustedes que el fútbol embrutece, y que de entre todos los sortilegios y esoterías que lo rodean, la cosa esta de llevar una determinada ropa para según qué partidos, es de lo más respetado incluso por descreídos como yo. Como Florentino, como tantos líderes morales de Occidente, al final toda mi certidumbre ética, racional, fría y empírica, salta por la ventana cuando el fútbol abre la puerta: me convierto de repente en un espantajo asaltado por las dudas y corro raudo a echarme en los brazos de cuantas chamanerías mejor. Llevaba, digo, la camiseta verde: la que llevé frente al Dortmund en la ida del año pasado; la que llevé en toda la eliminatoria contra el Bayern; la que me llevé puesta a Lisboa. Era infalible, naturalmente. Probaba esta certeza el hecho de no habérmela puesto contra el Borussia en el partido de vuelta de cuartos de final de la Copa de Europa 2013/2014.

Encontré un bar. Estaba muy cerca de donde mis amigos tenían el puesto de guardia: a dos minutos de la botella de Rives, del hielo y de la tónica. Cuando llegué el partido frisaba el minuto 15: acababa de marcar el Atlético. La cabeza comenzó a darme vueltas. Miraba la pantalla recostado en el marco de la puerta del bar, con mi vaso ancho de plástico en una mano y la otra metida en el bolsillo, por el frío. El local hacía esquina, y tenía unos enormes ventanales que recorrían su fachada doble. Eso me permitía estar allí, sin rubor alguno, viéndolo todo desde fuera. Sin pagar, en efecto, un puto duro, ni tan siquiera entrar: contemplaba la pantalla cejado, entre dos marcos. Que la calle estuviera muy concurrida de gente ayudábame a esquivar las miradas torvas del dueño del bareto, quien pasaba junto a mí sin decir nada, de vez en cuando; gestos que yo interpreté como su manera intimidatoria de hacerme ver que se daba cuenta de que yo estaba allí, aprovechándome de su tele, sin consumir, ni entrar, con toda la poca vergüenza. Hice el Don Tancredo, por supuesto. He aprendido que, en la vida, a veces lo mejor es hacer como si nada, con la cara esculpida en mármol de Carrara. Sobre todo si tu enemigo público número 2 lleva cinco partidos seguidos dándote por el culo y en el sexto, ya te ha puesto vaselina, metiéndote la puntita. 2-0. ¿Quién coño ha metido ese gol? ¿Saúl? ¿Ese es futbolista? Vi a un fulano vestido de rojiblanco moverse dentro del área mientras Casillas ponía muecas. Las muecas de Casillas sacan lo peor de mí mismo. Curtí mi madridismo durante diez años anodinos, amargos, déspotas. No se le pueden atribuir a las franjas temporales, como es el caso del concepto año, cualidades humanas, pero yo lo hago porque durante esa década me sentí tiranizado por el tiempo, por los años. Diez años déspotas. A lo largo de ese tiempo grabé en mi memoria cada minúsculo e imperceptible gesto de Casillas con la cara, tras recibir un gol. Son, creo, el tratado mejor que se ha desarrollado nunca sobre la exoneración de la culpa: la negación del Yo, podríamos decir. O la sublimación del Yo, también. El otro tiene la culpa, añadamos como antetítulo. El tipo lo ha mostrado ante las cámaras, una y otra vez, sin necesidad de coger un teclado y ponerse a escribir. Es un genio. Pero ¿quién coño es Saúl?

Regresé a donde estaba la bolsa azul con el hielo y la ginebra y mis amigos se reían, pero lo hacían sin maldad. No como antes. En eso hemos avanzado: el efecto de haber ganado la Copa de Europa lo mido yo en ese respeto, o por decir, en esa renuencia a mofarse del madridista en las desgracias presentes. Pero por qué vuelves a ese sitio, hombre. Quédate aquí. Disfruta del momento, me dijo otro, al pasar junto a mí. Que le den por culo al Madrid. Yo callaba y asentía, sin saber muy bien qué decir. No podía controlar mi psicomotricidad, no era dueño de mis piernas. Allí estaba otra vez, y el Atlético había marcado el tercer gol tras una sucesión ininterrumpida de vómitos y detritus madridistas durante 25 minutos infecciosos, tóxicos, más malos que el ébola. Veía manchitas blancas, motitas de colores, moverse por una pantalla verde cada vez más grande y más difusa. Un manchurrón verde que se había hecho con la televisión, que había deglutido las formas, las líneas geométricas de los jugadores. Como un agujero negro, pero verde. Hacía cada vez más frío pero por lo menos tenía ginebra. Al marcar el cuarto gol, un fulano, dueño del bar de enfrente en donde hacía media hora que cantaba una chirigota, ya ves tú qué puta mierda, se acercó a donde yo estaba. Creo que ya se me había puesto cara de Cariátide, e incluso percibí que la gente me lanzaba miradas parecidas a las que podría uno echar a las figuras clásicas con que se decoraban antes las puertas de los edificios. El fulano, como digo, se acercó y miró el marcador, exclamando muy jubiloso, ufano él, ¡a ver si pierde el Madrid, con su puta madre! Yo reprimí el impulso primario, que era, como es natural, el de matarlo arrancándole de cuajo la tapa del cráneo y meando luego en la cuenca de sus ojos, y me puse a bloquear tuiteros. Porque han de saber ustedes que yo soy un cobarde. Me faltan huevos para liarme a hostias con desconocidos. No sé. Mi impulso es mirarles como si tuviera el demonio dentro y coger el móvil. Canalizo así mi cólera. Bloqueé a cuatro mongolos; cuatro fueron los goles que se comió Casillas ayer. Goles como cabezas de mongolo, sí señor. Goles como ubres llenas de leche de las que el antimadridismo se va a llevar mamando bien una temporada. Merecidamente.

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