El público asistente a cualquier tipo de espectáculo tiene, como es natural, el derecho -adquirido mediante la compra de la entrada correspondiente- a expresar su descontento para con los protagonistas de dicho show. Puede patalear en la ópera si considera que el tenor desafina o que la escenografía es demasiado audaz; puede bufar en el teatro si le parece que los actores no declaman con la consistencia debida; puede agitar pañuelos blancos en la plaza de toros si cree que el presidente no aprecia con justicia una buena faena, o puede lanzarle almohadillas al torero si le devuelven el toro a los corrales tras el tercer clarinetazo. En el fútbol pasa lo mismo. El balompié es un negocio emocional, adjetivo que no resta ni un ápice a su dimensión industrial pero que sirve para engatusar al aficionado haciéndole creer en ficciones viscerales que pueden tomar formas diversas, tales como pasión, ilusión, etc. Como asistentes a un espectáculo comercial, el aficionado que puebla el graderío de una tribuna puede, con todo derecho, silbar al árbitro, al linier y, en efecto, a los jugadores. Propios y ajenos. Sobre todo a los propios, cuya propiedad digamos mercantil se arroga el aficionado en el estadio -y en el bar, aunque aquí el público asistente goza de un derecho muy menor si comparamos el euro con veinte céntimos que cuesta una cerveza con los 80 euros de una entrada al campo- durante los 90 minutos largos que dura el espectáculo del foot-ball. Como ese derecho a expresar el descontento no es más que el ejercicio deliberado y público de una opinión, el resto de asistentes -in corpore o in mente- al espectáculo gozamos, del mismo modo, del correspondiente derecho a expresar nuestra opinión valorativa acerca de la opinión expresada por el compañero de tribuna. Esa opinión adversativa, que podemos llamar contra-opinión, puede ser naturalmente positiva o afirmativa: estoy de acuerdo con usted, señor gordo y calvo con bigote que se adorna con una camiseta retro con publicidad de Zanussi, en su crítica a Gareth Bale; o, al contrario: su opinión, permítame expresársela con una diafanidad que su limitado entendimiento seguro comprenderá, me parece una soberana gilipollez.
El hombre del saco
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Hoy quiero decir justamente eso: quien ayer pitó a Bale en el Bernabéu me parece un gilipollas. Un gilipollas cuántico, un imbécil en pleno ejercicio de su soberanía. Un auténtico y verdadero soplapollas de ley, templado al fuego perpetuo de la mongolidad atemporal que arde en el fondo del alma humana: un rey absoluto y absolutista de los gilipollas, el mono apaleado por el otro en la charca de Kubrick con el hueso del ñu muerto. Este tipo de especímen, no obstante, no experimentará rubor alguno cuando entre abril y mayo sea el propio Gareth Bale quien violente todos los tratados de paz conocidos por el hombre en cinco mil años de Civilización y destruya con saña homicida la transición defensiva del Bayern de Guardiola. Nada más lejos: será el primero en correr a festejarlo. Me explico. No vi el partido de ayer entre el Madrid y la Real Sociedad. Hube de conformarme con ver un resumen de diez minutos en FootyTube, una página maravillosa al servicio del bucanero internauta. Cuando terminé, me dio por buscar también el del partido entre el Wolsfburgo y el Bayern de Munich, juego que acabó con un tremendo varapalo muniqués: 4-1. Si en diez minutos no vi a Boateng, Dante y Bernat correr hacia atrás con la mandíbula desencajada unas ciento treinta y nueve veces, no los vi ninguna: Os Lobos, como llamaba el narrador portugués al equipo de la Wolfsvagen, fecundaron la espalda de los zagueros bávaros con dos tíos, uno de ellos Kevin De Bruyne, desecho del Chelsea mourinhista; lo hicieron, además, crujiendo el corpus del Bayern por la mitad como una gangrena velocísima: no conté más de cuatro pases en cada jugada de billar, hachazos iconoclastas que agarraron por la raíz del pelo al sucio engendro del asociacionismo horizontal (predicado por esa famélica legión de cátaros del balompié que se dicen adoradores del pase, los onanistas del toque) y lo arrastraron por el barro como a una ramera de Babilonia. El citado De Bruyne jugueteó con la pareja de centrales de Guardiola como un león nubio pudiera haber jugado con un cristiano desarmado e indefenso en la arena del Circo Máximo. Casi todos los contragolpes nacieron de pérdidas muniquesas en la frontal del área del Wolsfburgo: territorio natural de los depredadores del Madrid. En especial, claro, de Gareth Bale, a quien muy probablemente las madres bávaras citen en los años futuros modulando la voz hasta casi convertirla en lóbrego susurro cuando quieran asustar a sus hijos y mandarlos a dormir.