Decía Arcadi Espada una cosa, hace años, que sigue de plena vigencia. Lo hacía con respecto al fenómeno del antiamericanismo en Europa, definiéndolo como el molesto sentimiento europeo ante lo que América plantea a cada momento, y que puede resumirse de una manera torpe y casi cuartelaria explicando que, naturalmente, para hacer tortilla hay que romper huevos y que para defender la libertad, a veces hay que morir. Ayer, Luis Prados De la Escosura se sorprendía de la pasividad del común de los españoles ante la reivindicación justa que en el resto de la civilización occidental se hacía de la libertad, abrumándole por inesperada la indiferencia mostrada en las ciudades españolas y la escasa emulación de las manifestaciones que abarrotaron otras capitales mundiales.
A la misma hora que en París la gente inundaba bulevares en procesión silenciosa defendiendo los derechos fundamentales del hombre, mostrándose solidaria con sus conciudadanos y generosa para consigo misma, en Cádiz, por ejemplo, cuna del liberalismo español y ciudad que hirvió por la libertad durante cuatro años antes que ninguna otra en España -irguiéndose orgullosamente, con su profusión de periódicos, panfletos, opúsculos, con sus diputados de Europa y ultramar, con sus tertulias incendiarias de conservadores y liberales, tradicionalistas y proto-socialistas, ante la amenaza del ejército más importante de la época-, a la gente se la pelaban los derechos esenciales del hombre y del ciudadano. Asumiendo, con la naturalidad con la que se chupetea un erizo de mar, que la libertad es algo dado y caído del cielo, por lo que no es necesario sufrir, ni luchar; que es un estado de cosas natural y eterno, inmutable, y que por lo tanto a qué preocuparse de lo que ocurra en París -¡qué lejos está eso, chiquillo, pónme otra Cruzcampo!- si puede uno enajenarse del mundo y vivir apartado de él en el líquido amniótico del terruño autosuficiente.