Cada partido contra el Atlético es, y esto nos ha estallado en la cara como la burbuja inmobiliaria, un sufrimiento cainita. No hay una solución estructural, y esto Ancelotti lo sabe. Por eso insiste en lo que, hasta ahora, más probadamente eficaz ha resultado: Marcelo y Alarcón. La fórmula, que en Lisboa adquirió un sesgo mitológico, parece agotada ante la tenacidad de Simeone, ante su persistencia en resistir tendiendo cables de acero entre su defensa y los centrales del Madrid. Pues en eso convierte el Atlético todo ese tramo del césped que va, en perpendicular, desde Godín a Ramos: en una grieta, en una falla, una ciénaga impracticable. El Madrid termina hundiéndose irremediablemente y más sin Modric, el único capaz de batir líneas mirando al frente y llevándose consigo las asociaciones geométricas de Isco y Marcelo. El madridismo padece esta angustia atlética con una mezcla extraña, entre el desdén y la frustración: pero si es el Atleti. Se le perdió el respeto una vez, antes de Lisboa, por la década tan ridícula que el vecino del Manzanares atravesó desde el 2000 hasta 2013; se le volvió a perder el respeto justo tras el gol de Ramos en Da Luz, quizá con justicia puesto que a quién se le ocurre perder una final en el minuto 93. Pero la cosa es, y hay que exponerlo con crudeza, que el Atlético de Simeone es la kriptonita del centrocampismo dúctil y asimétrico de Ancelotti; ese centrocampismo que abrasó al mismo fundador del fútbol gelatinoso y vertical en lo técnico que es el Barcelona; ese centrocampismo que encadenó 22 victorias consecutivas, 4 títulos, rindió Anfield y machacó a rivales de toda laya. Pues Simeone es Aníbal y ha vuelto a vencer en Cannas.
La cuestión es que Ancelotti, como Tony Soprano, se sienta frente a Simeone como si delante tuviera a la doctora Melfi, aquella MILF a quien Tony soñaba con calzarse en la mesa del escritorio. El argentino le pregunta por su madre, origen de todo su malestar existencialista, y Carlo le contesta alineando un estrambótico 442 con Khedira en el vértice superior del rombo: una cosa loca. Kroos, que está fundido, se mantiene pegado a la base como una lapa agarrada a la piedra, y aguanta el embate de las olas sin fuerza para rebelarse contra el Destino inexorable. Isco y James ocuparon los costados y ante la ausencia de la piedra filosofal (Ronaldo) se alternaron en el acompañamiento de la pareja de delanteros: Bale y Benzema. La disposición táctica, interesante como intento más o menos firme de ganar por congregación la pelea del centro del campo ante la irritante presión de Raúl García y Mario Suárez, no se implementó del todo y por ahí empezó a morir el Madrid. Incapaz de asistir a los dos náufragos de arriba, Khedira empezó a alinearse en paralelo con Kroos, aplanando al Madrid por donde debía salir. A pesar de todo, el Atlético entregó durante 20 minutos todo su campo a los rivales: fue el mejor momento del Real, quien al minuto 1 ya pudo adelantarse con un golpe de occipital de Ramos que Oblak salvó ágil como un mono. Controló el Madrid a su rival meciéndolo de un lado a otro, con amplia participación de los laterales Marcelo y Arbeloa, pero este dominio se reveló ficticio en cuanto Griezzman arrastró a su equipo hacia el babero de Varane. La presión sobre la salida de los centrales madridistas tornóse inasumible y entonces el Real acudió de emergencia a Marcelo, que es su flotador. Pero su salvavidas estaba pinchado anoche en el Calderón.
Se contuvo el marcador, no obstante, porque el Atlético carecía por completo de punch. Torres es un ex-futbolista, una graciosa caricatura del magnífico delantero centro que fue hace una década. Cuando se arrimaba al área de Keylor con la pelota controlada (es un decir) se agitaba la grada en un murmullo parecido al que provoca una vaquilla apenas destetada en los encierros de pueblo. Pero Varane y Ramos han perdido la afinidad aquella que establecieron entre sí en 2013, quizá porque el francés perdió la dinámica cuando se le chafó el menisco y Pepe está en uno de esos momentos capitales en la vida de un futbolista. Resulta especialmente eficaz Pepe en partidos de gruta y bombilla en el casco como los que propone casi siempre Simeone: adelanta la defensa, achica espacio y muerde psicológicamente al rival, contribuyendo a una subida general del voltaje que perjudica a todos por igual. Ayer, esa tensión sólo acalambró al Madrid, quien fue a jugar al fútbol; sin embargo, su rival fue a jugar un derby, y lo ganó. Raúl García, mediocre futbolista de extrañas virtudes tardías en la mediapunta, forzó un penalty que Ramos concedió incurriendo en su único error de toda la noche: fue suficiente. Luego Jiménez se elevó como Otamendi el otro día, y embocó la portería madridista casi de la misma forma que el valencianista. Tiene que trabajar Carletto, sobre todo en la consistencia del equipo ante situaciones límite. Sin embargo, los micro-ciclos negativos de su equipo tienden a ser intensos pero cortos: derrotas ante Barcelona y Sevilla en marzo de 2014; Real Sociedad y Atlético en septiembre, y Valencia-Atlético ahora. Estas ráfagas de plomo sobre el capó de su Masseratti constituyen inflexiones que, también por lo general, tienden a relanzar al equipo, aunque hay algunas señales que deberían preocuparle: Kroos, Benzema, Bale y Marcelo, por ejemplo, acusan una fatiga excesiva por el kilometraje. Es posible que sea el momento de recurrir al pegamento de Illarramendi, un tipo sin la plasticidad de Kroos pero cuyas piernas requiere ahora el Madrid para transitar por este enero empinado. Y como Illarra, Jesé, otro que reclama la oportunidad de partir por delante de un Bale artrítico sin lubricación en los tobillos; de un Benzema plomizo y de un Ronaldo inerte, tieso como un trozo de escarcha. La semana que viene, Ancelotti tendrá ante sí la ocasión de hacer con su equipo lo que en la ceremonia inicática templaria se denominaba espaldarazo: que el Bernabéu golpee bien fuerte a este gigante yerto y lo vuelva a hacer andar.