5 de enero de 1936

El domingo 5 de enero de 1936, víspera de Reyes, el ABC de Sevilla recogía diversas noticias, muchas de ellas -las referentes a la información nacional- rebotadas de la edición anterior del ABC matriz de Madrid. En lo estrictamente local, bajo el epígrafe de Varios sucesos, destaco tres breves que, en sí mismos, podrían constituir tres microrrelatos de Hemingway con total tranquilidad. 

Una sustracción

En la comisaría de la plaza de Jáuregui denunció el Doctor D. Manuel Espejo y Gómez de Avellaneda, que vive en la calle Gravina número 34, que momentos antes había dejado su coche en la calle Méndez Núñez, mientras hacía una visita; al regresar notó que le habían sustraído un aparato y prendas que valora en 150 pesetas.

Niño atropellado por un automóvil 

En la casa de Socorro de Triana fué curado el niño de ocho años Rodrigo Marín Arreciado, que vive en la calle Galera, 42, el cual fué asistido de lesiones de pronóstico reservado. Fue atropellado en la calle Pópulo por el auto de esta matrícula 18.414, que lo conducía Manuel Franco Recio. Este fué puesto a disposición del Juzgado de guardia.

¡Cuidad de los niños!

En el Hospital fué asistido de heridas contusas en la región mentoniana el niño Enrique Cosa Major, de ocho años, con domicilio en la calle Palacios Maraver número 36. Se las produjo al caerse en la calle Peral, casualmente.

Unos paquetes que desaparecen 

Antonia Ramírez Muños, de dieciocho años, vecina de Prado del Rey, vino a Sevilla a comprar unos paquetes de géneros. Cuando llegó al autobús que había de llevarla a su pueblo, el coche había salido, y para evitarse la molestia de ir cargada con los paquetes hasta la casa donde accidentalmente para en la ciudad, los dejó en depósito en un establecimiento cercano a la parada del referido autobús. Cuando fue a recogerlos, alega que se los negaron, y en su vista denunció el hecho en la Comisaría, añadiendo que el valor de los géneros es de 175 pesetas.

Los cuatro titulares, por sí solos, e incluso las cuatro notas breves, podría incluirlas sin problema en un recopilatorio de relatos breves, firmarlos y seguramente ganar algún premio del género. La redacción me parece fabulosamente hemingwayana. Fíjense en el primero. ¿Quién usa ya el verbo sustraer par hablar de un robo? ¿no es maravillosamente viejo, fresco, nuevo, comparado con la pobreza semántica contemporánea? Atrae mi atención la descripción completa de las señas del denunciante: calle, número y nombre completo, con profesión del susodicho incluida. Supongo que la adición de estos datos tan confidenciales, hoy difícilmente imaginable, se basaba en la noción consuetudinaria en aquel tiempo, de la gallardía tanto del ciudadano anónimo como, incluso, del ladrón: es decir, imagino que el redactor supuso que al explicar quién era el hombre robado (¡un doctor, nada menos! Un hombre empoderado, en aquella época tenía un coche. La primera gran verdad que uno ha de afrontar al agarrar un periódico es que éste está hecho por y para el segmento de la sociedad a la que va dirigido, y lo sustenta) y facilitar su contacto, el caco o quien fuese iría contrito a entregarle el botín. Late bajo todo esto un magma de candor inocente no sé si achacable a la bonanza del período de entreguerras, o a qué, pero del todo hoy ausente no ya en el periodismo sino en el mundo mismo.

Del segundo empezaré por la casa del Socorro, epíteto mucho más hermoso que ese tecnicismo que hoy usamos, ambulatorio. La tilde de fué, recurrente en los cuatro textos, me evoca la confusión que provocaba en mi niñez el dilema de si acentuarlo o no; debate zanjado en los últimos 90, si mal no recuerdo. Destaca también la exigencia general del oficio periodístico de ofrecer todos los datos de manera exhaustiva: nombre del infractor y matrícula de su auto (qué americanismo tan fantástico).

El titular de la tercera nota es espectacular: ¡cuidad de los niños, y más hoy, que es víspera de Reyes! Esa interjección exclamatoria, casi apelación desesperada, es muy paternalista y entronca bien no ya con los modos del oficio antiguo sino con la misma esencia de ABC ayer y hoy. El pobre niño contusionado se dañó la región mentoniana, no el mentón: quizá le pareció menos prosaico al periodista explicarlo así que cerrar con un feo y contundente «mentón», más directo y menos consonante con aquel espíritu ansioso por explorar (y explicar) el mundo cabalgando en la tecnología. Ese último casualmente con que termina el breve, no me digan que no, sería hoy, sin lugar a dudas, otro adverbio circunstancial comodín periodístico por antonomasia: supuestamente. 

La última nota es un prodigioso ejercicio literario, desde el principio hasta el final. Mi abuela aún se refiere al autobús como coche y ese arcaísmo todavía me remueve por dentro, pues es tan de pueblo, tan de pioneros, que es imposible no tomarle cariño. Hoy le quitarían el «la» a Comisaría, dejando al sustantivo pelado y sin esa mayúscula jerárquica que delimita muy bien hasta dónde ha de llegar el respeto hacia la autoridad, y más en ABC, el periódico clásico de las gentes amantes del orden. De la ingenuidad de la joven de Prado del Rey protagonista de la noticia, no diremos nada: tan sólo hablaré del extraordinario afán cuantificador del periodismo de 1936, que a todo tenía que ponerle un valor, una tasa. El «género» estaba valorado en 175 pesetas, ni una más, ni una menos, como las 150 robadas al Doctor de arriba.

Destaca también la casi inapreciable incisión periodística en los cuatro textos, y el notable sometimiento al escueto informe oficial. Entre tanta escritura especulativa de la que podemos gozar hoy, cosas así suponen una bocanada de aire limpio.

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