Una vez estuve a punto de salir en la cabalgata de los Reyes Magos de mi pueblo. Fue en 2005. Aquel año participaban en ella unos que por entonces eran amigos. Me ofrecieron ser paje y acepté, por supuesto. Tuve siempre la ilusión, y la sigo teniendo, de montarme en una carroza vestido de palafrenero yemení y tirar caramelos a troche y moche. Me parece que es uno de esos balcones infantiles por los que debe saltar la aburrida madurez de vez en cuando, sin importar por qué. Aquella vez, como digo, estaba todo listo: el día 4 por la tarde debía presentarme en una casa, y probarme el traje de beduino. Era el mismo año de 2005 en que el Madrid, entrenado hasta entonces por Camacho y García Remón, afrontaba el regreso del parón navideño teniendo que enfrentar a la Real Sociedad en el Bernabéu; el partido, lo recordarán, que había sido suspendido a falta de 7 minutos por una falsa amenaza de bomba. Esos 7 minutos debían recuperarse la tarde del 5 de enero y el Madrid había fichado otro entrenador, el tercero de la temporada, para embocar un nuevo año alentando un tanto al personal, alicaído por el esplendor emergente del Barcelona de Rijkaard.
Allí me planté pero en el disfraz no me colé, porque no cabía: entiendan que un metro con noventa y cinco centímetros dificultan en demasía alguna que otra actividad, y casi siempre habitan fuera de patrones medios tales como las tallas de la gente normal. No podía siquiera embutirme en aquella prenda diminuta, y mi aspecto era ridículo. Lo peor de todo es que ya no quedaba tiempo para remendarme uno. Quedaba por completo descartado de mi primera cabalgata de los Reyes Magos. Desde entonces fui perdiendo paulatinamente el gusto por asistir a ellas, y no soporto que los periodistas pretenciosos la llamen de la ilusión. Al día siguiente el Madrid ganó, desempatando el mini-partido del Bernabéu con un regate afrodisíaco de Ronaldo a Labaka, que le hizo penalty. Mi ánimo se aligeró un tanto. Fue un tremendo subidón de adrenalina pero como ya había intuido el día anterior con el chasco de la cabalgata, aquel año de 2005 no iba a traernos la Décima, ni tan siquiera un Real decente. Me encaminé hacia el final de mi primer curso de bachillerato olisqueando fracasos en la niebla matutina de un año que habíase presentado como uno de esos petardos que no explotan: uno los tira con la ilusión de esperar el estallido y quizá un reflejo luminiscente en la oscuridad, y los cabrones no hacen ni ruido al estallar, quitándole toda la gracia. 2005 pintaba así. Para colmo, meses después redondeé mi Big Three particular sufriendo el primer descalabro emocional: la chica que me gustaba desde hacía tiempo me dijo nones en cuanto reuní el valor suficiente para atreverme. Yo me quedé pensando en que las mismas letras tiene un sí que un no, pero, en realidad, todo parecía estar escrito ya desde la tarde del 4 de enero en que no cupe en el disfraz de paje y me quedé sin participar en la cabalgata de los Reyes Magos.