En la noche en que Numancia y Lugo honraban al fútbol antiguo empatando a 6 en mitad del yermo helado soriano, esa noche en la que Bécquer llegó a ver fantasmas templarios rondando por entre la oscuridad; al otro lado del agujero de gusano, en una galaxia ignota, el Madrid volvía a fundirse con su mitología. Para el Real, el triunfo ni se crea, ni se destruye, tan sólo se transforma. Este estado inmaterial en el que flota, tras 22 victorias seguidas, es un líquido amniótico que lo mece protegiéndolo de todos los males del mundo. Ya gana sin querer y sin forzarlo: este equipo ha naturalizado el ganar… como cosa propia, haciendo suyo ese ánimo según el cuál el fútbol, decía Valdano, no era más que la materialización de una voluntad colectiva. A pesar de que el partido terminó a los 55 minutos, la brisa de témpano que caía del Atlas sobre el estadio de Marrakech escondía torbellinos que al once de Ancelotti le costó sortear. Porque San Lorenzo caminó sobre la grama dolorida del campo marroquí concentrado en evitar la demolición; no obstante, le faltó velocidad en la transición hacia sus atacantes para lograr algo más que el mero aguijoneo en el morrillo madridista. Los argentinos arrogáronse el papel de víctimas y envueltos en su rol se inmolaron desde el comienzo, corneando cualquier cosa de blanco que atravesase el centro del campo.
Recuperó Ancelotti a James y su medular regresó a una organización más habitual: el colombiano por la izquierda, Isco a la derecha y Kroos al 5. No obstante, con la permuta táctica el Madrid no recuperó profundidad, sino lo contrario. Ante las 2 líneas de trinchera que Bauza vistió de azulgrana, el Madrid chocó de frente, impotente. Lamentó pronto no estoquear con la primera oportunidad que tuvo: un regalo de Mercier, el mediocentro calvo y huesudo de San Lorenzo, quien controló de espaldas una pelota en tres cuartos de cancha como si detrás tuviese a Gago. Kroos le pegó una dentellada y tras una zancada blitzkrieg abrió a la izquierda; Ronaldo cruzó el balón hacia el punto de penal y con 12 mil argentinos en pánico Benzema clavó la puntera de su bota en el maltrecho césped marroquí. San Lorenzo se replegó sobre sí mismo, más todavía, tras el susto, y alcanzó la barrera emocional del cuarto de hora empujando al Madrid sobre el centro del campo. Cautericcio, el 9 uruguayo de los cuervos, se frotaba contra Pepe y Ramos buscando destemplarlos y que dieran ese paso atrás que casi siempre mata a los defensas; aguantó estoico Pepe, cuyo 2014 ha sido superlativo, pero sucumbió Ramos al cancherismo argentino. Ortigoza, un sherpa del balón, le mordió con los tacos en donde el tobillo se funde con la espinillera y el 4 madridista volvió por un rato a las calles, a esa infancia salvaje de las tardes comiendo albero y sangre en las rodillas hasta que se hace de noche y hay que regresar a casa. A la media hora el Real necesitaba ansiolíticos; su estado de ánimo estaba como Ronaldo, crucificado en el Gólgota de Kalinksi y Buffarini. A Bale lo tenía Kannema metido en un gulag, con esos apellidos y esa forma de apretar abajo y duro que tienen los sudamericanos; que con su grandiosa habilidad dialéctica han camuflado esa violencia sostenida y psicosomática, esa paliza a la ternura contraria y más si son europeos, con el lírico nombre de cancherismo: es que son cancheros, pibe, levantá y quitáte la sangre.
Pero al 35 Kroos botó con periscopio un córner y Ramos atravesó la exosfera del área chica de San Lorenzo; se comió el ring en que habían transformado su área con cada saque de esquina, y entró como un cosmonauta atravesando la atmósfera con la Soyuz. El 1-0 machacó el ánimo argentino pero no enfrió al Madrid, que quiso terminar en 10 minutos con su rival, preso de una ansiedad caníbal. El descanso bajó la temperatura corporal. Tras una sucesión de córners contra el área de Casillas, la línea de tres James-Isco-Kroos abandonó la horizontalidad de la primera parte instalándose para siempre en el vestíbulo del área del portero argentino Torrico. Cada rechace, cada segunda jugada, era para el Madrid como volver a empezar; para San Lorenzo, la promesa de un infierno lento, prolongado, de una parrilla a fuego lento. Alarcón, grisáceo como Curro Romero en un día de lluvia, avistó a Bale flotando en una balsa, solitario en medio de la resaca con la que fluctuaba la defensa contraria. Un argentino se había quedado conversando sobre Borges con su portero, habilitando la posición del galés. Gareth Frank recibió la primera pelota limpia del partido y acomodó el interior de su zurda demasiado rápido, sin creerse ese tercer grado concedido por la gracia de los cuervos. Le salió un tiro demasiado blando que a Torrico le dio miedo detener del todo, escurriéndosele bajo el costado. El 2-0 finiquitó la Copa del Mundo de clubes, la vieja Intercontinental. El Madrid la ha ganado por cuarta vez. Este torneo, devaluado inopinadamente por algunos propios madridistas, guarda un aroma especial por lo que tiene de lujosa recompensa, y también por la aspiración, tan de principios del siglo XX, de dirimir al número uno mundial enfrentando culturas balompédicas tan opuestas. Esa ilusión de universalismo empareja esto con la Ryder, con la Copa América de vela, con las carreras fabulosas entre británicos, franceses y norteamericanos en los albores del automovilismo por ser el más fuerte de la civilización. A mí, que soy un romántico, me gusta abandonarme a ese artefacto emocional y considero este cuarto título mundial como el postre que sacia (sólo por este año que termina) aquello que Hughes bautizó tan bien como la avaricia acumulatoria, salvaje, de títulos que mueve el espíritu del madridista.