Es fama que durante la huida en tropel de los españoles tras su primera llegada a Tenochtitlán, en 1520, que se dio en conocer como la Noche Triste por la historiografía tradicional, ocurrió un prodigio que impresionó en grande modo tanto a la gente de Cortés como a los mexicas. Lo protagonizó Pedro de Alvarado, un tipo tan siniestro como bravo que ya había indispuesto al vecindario cortando magnas cabelleras aztecas con fruición y fenicios ardides. Este hombre, en plena desbandada de los españoles, clavó su pica entre el cieno sanguinolento y el amasijo de cadáveres de compatriotas y caballos; cruzó así… de la calzada principal, colapsada por los furibundos mexicas, al lugar por el que Cortés dirigía la penosa retirada de los que iban salvando la matanza. A lo Bubka. El salto, cosa inédita para los nativos y aun también para los españoles, fue considerado algo sobrenatural y del tipo se sospechó, desde entonces, que poseía cualidades mágicas que lo semejaban a alguna clase de dios. Ayer, faltando unos diez minutos para el final de la primera parte, Sergio Ramos cometió un penalty estúpido: atropelló a Pavone con ese estrépito escandaloso con el que este chico, belmontista perdido, suele hacerlo todo. Gerardo Torrado lanzó el penalty al mismo sitio por donde había tirado los dos que marcó frente al Western Sydney Wanderers: a media altura y por la mano derecha del portero. Casillas lo paró y los mexicanos de hoy asistieron sobresaltados al mismo prodigio con que otro español atrabiliario y suertudo anonadó a los mexicanos del siglo XVI. Decían los rifeños de Franco que tenía baraka y muchos generales de su ejército concluyeron, en 1939, que todo en la vida consistía precisamente en tener al lado ese halo inefable.
A Casillas le ha acompañado la baraka toda la vida: la tuvo en Bilbao cuando debutó, la tuvo en Old Trafford el día que se lo paró todo al Manchester tricampeón; la tuvo en Glasgow, la tuvo en Johannesburgo y la tuvo, también y especialmente, en Lisboa. Donde tuvo hasta la suerte de que el torero astronauta, el jugador-nación, le salvara del mayor ridículo de su carrera deportiva. Antes, mucho antes, el Madrid ya había encarrilado la semifinal de la Copa del Mundo de Clubes. Marrakech fue el emirato alauí de un bereber: Benzema sintió la pulsión de la sangre y calibró al Madrid así como afinándole las cuerdas de la guitarra. El Cruz Azul, segundo equipo mexicano tras aquel Necaxa del año 2000 que aterriza frente al Real en su camino hacia una copa, ahondó en las fisuras de la geografía de Ancelotti. Illarra guarda pero no lustra, aunque cada día parece más adulto, atreviéndose a más cosas; Kroos está a dos partidos de gripar y Peperamos sufren de una ligera alteración emocional que ya parecía corregida. Modric y James, con su ausencia, desequilibran el juego de pesos y contrapesos en los que se sostiene el centro del campo madridista: cuando Isco tuvo que hacer de regista, con James, el equipo no sintió tanto la orfandad de Modric como cuando el propio Isco, tras lesionarse James, se desplazó hasta el interior izquierdo para hacer del colombiano mientras Illarramendi desnaturalizaba al Kroos mediocentro. Todos estos pequeños seísmos destemplan el ritmo del Madrid y ahí hincó el diente el veteranísimo equipo mexicano, que durante largo rato enfrió las transiciones ofensivas de su contrario obligándolo a la salida en diagonal desde Pepe y Ramos. El sevillano estableció un puente aéreo con Carvajal, y el Madrid ciñó el campo de izquierda a derecha, en oblicuo. Con eso le bastó para deshuesar al viejo campeón norteamericano, hecho de retales regresados del fútbol europeo y antiguas leyendas locales.
Al minuto 3, Corona, el portero, un buen portero, blocó una pelota inverosímil que Ronaldo había punteado a medio metro de su cara. La jugada indicó lo que iba a ser la primera parte. Ramos encontró a Carvajal en la otra orilla del río y Carvajal halló un hueco por el que iba a escurrírsele el partido a los mexicanos: la espalda de su lateral derecho. Benzema, Isco y Bale no pararon de percutir por esa gotera; las cinturas de madera de los defensas del Cruz Azul, tan hechas para el choque y la pelea frontal, crujían lamentándose con desgarro cuando los delanteros blancos orientaban sus controles. Benzema destacó por encima de todos. Estableció su propio microclima: los adversarios pudieron licuar con su presión agobiante a los dos velociraptors, pero él se zafó de la riña danzando entre los picotazos mexicanos; manteniendo la pelota esos cinco segundos fundamentales que permiten a los atacantes del Madrid ordenarse en torno a su natural instinto de depredación. El 0-1 lo metió Ramos de cabeza aprovechándose de la única concesión de Corona y el 0-2 lo cazó Benzema con la punta del alfanje moruno, después de un calambrazo de Carvajal. De vez en cuando Rojas, un extremo bajito y de zancada nerviosa, dejaba en evidencia a Marcelo, quien pareció jugar embriagado por lo exótico de Marrakech. El Cruz Azul atrevióse a cruzar las líneas del Madrid porque el mediocampo del campeón de Europa defendía blando y atrás Peperamos se anticipaban siempre mal. La conexión Torrado-Pavone creó unos problemas inusitados. Ambos, antiguallas del fútbol de la pasada década, son pura chatarra: comprendí viéndolo trotar que Torrado aguanta aún en la élite norteamericana porque juega a un fútbol que está en hibernación. Pavone, que ya en el Betis parecía un mueble empotrado con las articulaciones de un playmobil, suscitó inquietud entre los centrales e Illarramendi por lo poco acostumbrados que están los madridistas a toparse con delanteros tan de otra época: lentos y pesados pero fijos en su idea de hacer del partido una lucha grecorromana. La segunda parte ofreció el espectáculo que la afición marroquí demandaba: muchos espacios y Benzema de portaaviones para el 7 y el 11. Ancelotti aseguró con los cambios a las piezas más delicadas de su mecano y el reloj madridista ya marca la hora del sábado en que deberán romper otra barrera en su interminable partido contra la oscuridad.