El AEK jugó durante un par de años en distintas localizaciones de Atenas, entre ellas el fabuloso recinto descampado que circunda el Templo de Zeus Olímpico, en el corazón de la vieja polis universal, al pie mismo de la Acrópolis. También compartió estadio de vez en cuando con el Panathinaikos, el viejo campo de la avenida Leóforos Alexandras que acabaría llamándose Apostolos Nikolaidis; pero en 1926 las gestiones de su primer presidente, Konstantinos Spanoudis, hicieron que el club se mudase definitivamente al barrio de Nea Filadelfeia. Allí, Spanoudis, un tipo muy bien relacionado… que incluso fue socio del gran estadista de la Grecia moderna, Eleftherios Venizelos, consiguió que el gobierno griego cediera unos terrenos a la comunidad de refugiados grecoturcos para la práctica de actividades deportivas al aire libre. El AEK pronto se adueñó de aquel lugar y en 1930 oficializó la propiedad del mismo. Allí empezaría a levantarse el Estadio Nikos Goumas, donde el club jugaría hasta 2003.
Los clubes constantinopolitanos tomaron parte de manera muy activa en la formación de la futura liga griega de fútbol profesional, y en el desarrollo del fútbol en Grecia tal y como lo conocemos hoy. AEK y PAOK iniciaron una rivalidad más o menos cordial que deparó una tradición mutua de enfrentamientos particulares, el conocido como Derby de las Águilas Bicéfalas; el AEK ganó muchos títulos, el PAOK menos, el AEK acabó descendiendo a segunda división y amateurizándose después; el Panonios y el Apollon Smyrna conformaron la nebulosa clase media del balompié helénico y muchos otros clubes desaparecieron o se integraron en los grandes equipos de tradición estambulita; pero esta Historia de asimilación cultural, de guerra, de legado milenario y de fútbol, tiene en una eliminatoria continental más o menos reciente una especie de continuación histórica que nos convence de que el fútbol, muchas veces, puede hacer realidad la máxima aquella de que es una herramienta bélica no sangrienta para los pueblos modernos. Les pongo en situación:
en agosto de 2010, el PAOK, confirmando su ascenso emergente dentro de la jerarquía balompédica griega, está a punto de clasificarse para jugar la edición de la Europa League de aquel año. En el sorteo de la UEFA, destino juguetón, ha quedado emparejado nada menos que con el Fenerbahçe. La continuación histórica del viejo Hermes, del Pera Club estambulita, los nietos de aquellos griegos constantinopolitanos expulsados de sus casas tras la guerra con Grecia en 1923, tendrían que visitar al club que protagonizó el hito fundacional del fútbol turco. El Fenerbahçe, blasón del deporte turco, orgullo nacionalista de la nueva república laica de Atatürk, el equipo que derrotó a los militares británicos en la Plaza Taksim en plena efervescencia revolucionaria de la joven nación turca. Iba a ser, y fue, una batalla atemporal: otro capítulo, particularmente emotivo, de la historia entre dos pueblos unidos y separados por el pasado legendario. Más que un derby: un partido entre dos equipos de la misma ciudad que habitaban dos países distintos.
En el partido de Salónica el PAOK derrotó al Fenerbahçe por 1-0; en la vuelta, en el Sukru Saracoglu de Estambul, los locales remontaron y a la segunda parte de la prórroga se llegó con 1-0, 1-1 en el global de la eliminatoria. Entonces un despeje del portero del PAOK, tan largo como la Historia del mundo, tan largo como Atenas y Estambul, fue peinado en tres cuartos de campo de Fenerbahçe por un futbolista griego y de repente Zlatan Muslimovic, un bosnio, se encontró delante del portero del Fenerbahçe con la pelota botando y la Historia detrás, mirándole. Como uno de aquellos mercenarios aqueos en la guerra de Troya.