De Ancelotti no esperamos la genialidad decisiva y misteriosa que sólo entendemos a posteriori, y sólo si sale bien; es esta una cualidad de los entrenadores que se identifican con el chamán, como Mourinho o Guardiola. De Carlo aguardamos el gesto firme y la seguridad del pastor. Él es el paterfamilias, la austeridad del hombre que guarda el porche o la reverencia debida a quien preside la mesa. Por eso, aunque nos parezcan excesivos los minutos acumulados ya por Toni Kroos, Francisco Alarcón, Benzema o James Rodríguez, no lo cuestionamos: economía viene de gestión del hogar, y a eso se dedican… los padres. El partido de ayer pasará a la Historia no más que por suponer la decimoquinta victoria consecutiva del Madrid en esta temporada, igualando dos récords anteriores, en posesión de Miguel Muñoz y José Mourinho. Ambos fueron en su momento figuras trascendentales en el paso del mito al logos del madridismo. Si Carlo Ancelotti tuviese que responder a uno de los dos perfiles, es probable que se asemejase más al de Muñoz que al de Mourinho, y no sólo por haber sido también, en su juventud, futbolista. De cualquier manera, en el Estadio St. Jakob de Basilea el Madrid volvió a pasearse. Esta vez fue como salir a estirar las piernas en un día de viento fuerte, ese que pega de través y hace molesta la caminata, como si nos arrepintiéramos a los cinco minutos de haber abandonado el calor del hogar. Suiza es un país muy ordenado: cada cantón se divide por afinidad idiomática y cultural, y como en Europa, los ricos son los alemanes y los pobres, los italianos. Se vota mucho y eso gusta en el Mediterráneo, pero allí, a los Alpes, no llega el influjo desestabilizador del mar y eso se nota en el equilibrio mental de la gente, muy cívica a la manera amable que conocemos los españoles por las películas. El campo del Basilea es muy bonito y las gradas son verticales, a lo british, cerca del césped; pero la gente empuja mucho menos que en Inglaterra y ni aun que en Alemania, con lo que en ningún momento sintió el Madrid el arrebato colérico de los helvéticos, en otro tiempo muy ardorosos como atestiguan las crónicas de Julio César pero que en la actualidad apenas se enfervorizan por nada que no se pueda comprar u ordeñar. Ronaldo marcó su gol número 71 en Copa de Europa y Keylor Navas, al que algún casillista llama recogecocos en Twitter, demostró que, contra lo que dicen los hagiógrafos del portero titular, él no necesita la regularidad para ser mejor que sus compañeros. La Copa de Europa se retira ya a sus cuarteles de invierno y en poco tiempo no nos quedará sino la Navidad, desierto sin fútbol y territorio abonado al turrón, al chocolate, a las gambas y a los polvorones; cosa que en Suiza espero no conozcan como tampoco conocen la gula meridional que obliga a los hombres españoles a afrontar cada convite extraordinario con idéntica pasión abrasadora: allí jamás han pasado hambre, nunca han sido invadidos, pueden comprarse relojes caros pero seguirán sin saber jugar al fútbol hasta que comiencen a deshielarse los Alpes y aparezcan de pronto los cuerpos congelados de todos los desgraciados a quienes Aníbal se dejó por el camino: hombrones morenos y nervudos, todavía con el tueste del sol encurtido en el pellejo de la piel. Gente como Cristiano, alienígenas en Suiza, a quienes prohíben la entrada en tiempos de crisis no vaya a ser que llenen el país todo de ajo pero a quienes se quedan fotografiando embobados.
El deshielo
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