Decía Pla que Madrid era una ciudad de funcionarios y señoritos andaluces; a los últimos no los he visto todavía, pero lo que sí he notado es que Madrid es una ciudad de pedigüeños. Caminando por la Gran Vía se los va encontrando uno a cada paso. También en la Gran Vía siente uno que se está en el centro de todas las cosas que ocurren en España. Es el puro cogollo, el corazón de una gran cebolla recubierta por tantas capas como provincias tiene el país. Esta singularidad de la Gran Vía, unicidad, como a mí me gusta llamarlo, llega al extremo de hacerme arquear las cejas con asombro cada vez que descubro otras calles… llamadas Gran Vía en ciudades de provincias. Es como si sólo pudiera existir una, la de Madrid, naturalmente; todas las demás parecen impostadas, pegadas como con velcro a esas ciudades menores de España. Ciudades sin Alcalá ni Plaza de España, ni Callao ni tampoco Cibeles; ciudades desmochadas y huérfanas de edificios coronados por romanos de bronce y fénix con alas que otorgan anaerobia al corpus madrileño. Algo así como una ligereza lumínica: un torso de granito y hormigón, un costillar fluorescente, donde uno se agarra para saltar sobre Madrid y trepar por su rompeolas, que es el de España. Si Madrid es, como aseguraba Machado, el rompeolas de España, la Gran Vía es el rompeolas de Madrid. Es el lugar donde convergen las corrientes telúricas, sobre todo la de los pueblos. El efecto que provoca la Gran Vía entre la gente de los pueblos es estupefaciente, y sé de lo que hablo porque debajo de todas mis estratosferas de mundanidad en perpetuo aprendizaje, lo que hay es un pueblerino de tres pares de cojones.
La Gran Vía, digo, es un pantallazo que ciega a los habitantes del agros, y más si visitan Madrid por primera vez. Es el encantador de serpientes que despierta a la bicha mastodóntica con su melodía hasta enroscarla en tu pescuezo, privándote del habla. Así te atrapa de primeras Madrid, con las cúpulas de la Gran Vía y sus reverberaciones faranduleras: los viejos clubes, los palacios de la música, los antiguos cafés que hoy no son más que HMs y Zaras porque la vida es muy puta y los tiempos en que nos tocó pacer por aquí, siempre lo digo, son muy aburridos. Sin embargo, a poco que seas de pueblo pero leído (y esto es importante), uno podrá figurarse a Sinatra en gabardina saliendo del Palacio de la Música o a Pla curioseando, entre guardias civiles a caballo, registrando en sus retinas el advenimiento de la República hecha carne y hueso en un coche lleno de paisanos chistosos y mocitas de francachela. Si se apura la vista todavía puede verse a Hemingway saliendo de Chicote, borracho como un cabrón. De la mano, dos espías rusos del NKVD, aunque Chicote se apellide ahora Museo y todo en él atufe a artificiosidad mercantil que tira para atrás. El viejo Ernesto rompería una botella de whisky en la puerta, de poder verlo hoy, antes de salir corriendo hacia arriba, hacia Princesa y más allá pidiendo a gritos un fusil porque están entrando los moros de Franco por Moncloa y Madrid está a punto de caer y con ella la República. Y, joder, nos haría zumbar por delante del Edificio de la Telefónica y pasar por delante del McDonalds echando el bofe entre toda la marabunta de gente que atesta la boca aquella del metro, con los japoneses mirándonos y preguntándose que qué coño hace este gilipollas corriendo sólo sin ser runner ni llevar un iPhone en el brazo prendido de un brazalete de goma.
Siempre me recordó eso a cuando mi abuela iba a la farmacia a tomarse la tensión, y por eso entre otras cosas nunca me pude quitar el pueblo de encima. Aunque yo imagine todas estas cosas nada más que por puro vicio recreativo, sí que es verdad que en la Gran Vía puede sentirse aún la brisa fría de la cima del Everest: es el único ocho mil que hay en España, porque en ninguna otra parte encuentra uno tantas tiendas, tantos escaparates y tanta exhibición de ciudadanía, de urbanismo. Es un ágora tremenda que posee el magnetismo medular de la polis: con certeza se sale por la boca del metro de Gran Vía sintiendo la misma sensación de pequeñez con la que el meteco o el campesino del Ática atravesaba las Largas Murallas de Atenas. Es esa embriaguez cosmopolita la que fibrila en Gran Vía como en ningún otro lugar de Madrid, aunque las verdaderas pulsiones esenciales de la ciudad y de España se disputen en otra parte. Es en Serrano, en Goya, en La Castellana, en Velázquez, en Hermosilla, y en esos sitios. En la Milla de Oro, y no en la que cagó el moro, precisamente. La Gran Vía es el patio museístico, espectador, pero no más que un escaparate; el agujero por el que mirar y embobarse atisbando la magnitud de la polis. También es la puerta trasera del Gran Madrid, el del poder y el Estado: el portillo que da a la Carrera de San Jerónimo, a Sol y a la calle Alcalá, allí donde se ubican los ninots del Estado y su aparataje oficial. No es casualidad que en los márgenes de la arteria de neón se hayan pasado por la piedra a tres jefes de Gobierno y hayan atentado contra la vida de un rey. Pero nunca en la Gran Vía, que es el pasillo a Salamanca y a Los Jerónimos, al cenáculo de las mantis, al oratorio institucional; ya se sabe que nunca matan a los emperadores en el zaguán, aunque a César lo apuñalaran en la salida del Senado.
La Gran Vía es el atrio de ese mentidero en donde viven los patricios romanos de Madrid. Los Cayos, los Julios, los Cneos, los Colonna, los que disponen. También es el corredor hacia el patíbulo legislativo, y hacia el otro: que le pregunten a Prim. En la Gran Vía, el Estado no se mancha y es a la vez sala de amenidades nacional y biombo: ninguno de los sitios de moda, de los buenos de verdad para comer y alternar, está cerca de allí. Gran Vía es para turoperadores y si quieres comer en sitios que con certeza te hagan volver si visitas Madrid más de dos días, amigo de la España campesina, no vayas a Gran Vía. No obstante, cuán difícil es sustraerse del capricho y de la avidez alucinógena de las luces de Schweppes y de la terraza del Círculo de Bellas Artes, con su Minverva centinela. King Kong no podría secuestrar a ninguna dama y subirla a un rascacielos en Madrid, porque esos, por supuesto, están en la Madrid de cámara; pero sí podría King Kong ir del Banco de España al Edificio ídem (ese que han comprado los chinos) saltando de fénix en fénix y saludando con la manita a los pegasos del Banco Bilbao mientras se deja caer en la ensaladera del Romano de Victorio Macho. Abajo, no obstante, la vida continúa. Si se le pegan a uno mucho los ojos, por la sequedad del aire serrano y la polución, siempre puede bajar al búnker de Miaja en el palacio de Buenavista, no en la Gran Vía exactamente pero sí en su pórtico. Allí encontrará a Chaves Nogales anotando todo lo que ve y hasta puede uno echarse una taza de esa agua sucia a la que el defensor de Madrid sigue llamando café por cortesía de militar viejo, mientras continúa telegrafiando a sus avanzadas en la Casa de Campo pidiéndoles que aguanten un poco más, una noche más. Oyéndose el pumba, pumba, pumba de los truenos que allá arriba, en la superficie, la Legión Cóndor va dejando caer sobre Madrid.