Laca y café con leche

Querida Flavia,

no lo creerás, pero es verdad. Los gineceos han regresado. Quizá lo que pasó es que jamás se extinguieron del todo. Te dirán que no pero, lo juro, existen. El concepto, eso sí, ha cambiado. Prometo que no te engaño: ahora son públicos. En lugar de enclaustradas en estancias oscuras y llenas de perfumes, en lo más inaccesible de las casas, ahora se reúnen toda emperifolladas en cafeterías y terrazas. Es en estos sitios donde de modo singular tiene lugar este fenómeno del que te hablo. No leas con extrañeza mis palabras. Algún día volverás aquí y podrás comprobarlo por ti misma. Te llevaré a uno de ellos, si quieres. Yo mismo puedo decir, exagerando un poco (aunque sólo lo justo, como bien corresponde a un escritorzuelo) que me crié en uno de ellos. ¿Recuerdas lo que leíste en los libros de Historia acerca de aquellas mujeres griegas y romanas que sólo salían a la calle en las fiestas de guardar, siempre bajo la patriarcal vigilancia de sus machos? La cosa ha cambiado un tanto, esto es cierto y sería tontería no mencionarlo. Pero el meollo de la cuestión sigue siendo el mismo. Te doy mi palabra.

Antes, en aquella época que te digo, las mujeres eran apartadas de las estancias, digamos, mayores de los hogares. Incluso a veces ni tan siquiera almorzaban junto a los hombres. Los domicilios tenían su propia frontera, marcada por cortinajes y discretas atalayas de la femineidad, desde donde arrancaba un territorio propio y marginado respecto del mundo exterior. Ahí era donde las mujeres pasaban casi toda su vida, con excepciones siempre ceremoniosas. Me refiero, como es natural, a las mujeres libres, a las ricas o siquiera de posición holgada. Ahora, querida Flavia, y que no te sorprenda, las mujeres ocupan muchas de sus horas en el día en otros gineceos. ¡Tendrías que verlas, abarrotando las mesas de las heladerías de los pueblos! O en invierno, recogidas en abigarrado apretujón, rejuntadas todas bajo el calor de una estufa de esas portátiles que parecen palmeras, hablando de sus cosas. ¡Cuán difícil es para mí imaginarte a ti sentada entre dos de esas señoronas enlacadas, comentando la ascendencia de Fulanito de Tal, y el árbol genealógico que fundó al casarse con Menganita! Las verás a todas, en lo que antaño se decían trajes de domingo, muy bien puestas, algunas con la bolsita blanquiazul de la sacarina junto al café con leche. Es un espectáculo digno de ver, carísima Flavia, tanto más para ti, que siempre presumiste de no ser nada de todo eso, cosa que agradezco abriendo mis brazos al cielo como un bereber bendiciendo la lluvia.

No encontrarás en estos sitios, Flavia, como ya has debido suponer, conversaciones graves ni gestos despojados de artificio. Al contrario. Son estas cafeterías un punto de encuentro casi inevitable. También tienen sus horas, como todo. Entre las 8 y media y las 9, por la mañana, y a partir de las cinco, por la tarde. Habrás sugerido y quizás tengas razón que esto coincide con el horario escolar más común. Es verdad. Las mujeres del gineceo están muy lejos de las del Roxy, y aunque algunas fumen, casi ninguna bebe y muy pocas hablan con los hombres. No más que lo justo para sostener esa parodia social que es el tipo de matrimonio que estas señoras viven y en las que están comprometidas; casi todos, uniones desafortunadas que erraron en los plazos, tiempo y forma. No les hables del amor, queridísima Flavia, pues no lo entenderán. No, y esto lo doy por seguro, a la manera que las mujeres como tú lo entienden, a la manera en que se lo escribía San Pablo a los corintios, a la única manera, según creo yo, que es debido entenderlo. Para ellas el amor forma parte del aparato social que gobierna sus vidas. Encontrarás entre las mujeres del gineceo conversaciones banales y redundantes, características estas inherentes a la vida en el pueblo. ¡Pero qué admirable es verlas procesionar, cada atardecer, cada una de vuelta al nido gritándole a sus polluelos, con la satisfacción mediana de las gentes ahítas de ficciones!

Afectísimamente,

Antonio

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