Bilbao

Hace poco fui a Bilbao. Se está bien en Bilbao. Es una ciudad agradable, rica, sin llegar a la opulencia: clásica, burguesa, cosmopolita. A lo menos, no a la opulencia urbana de Madrid, que es la desmesura; más en la línea de Barcelona o incluso Málaga (la menos andaluza de las ciudades andaluzas), con esa arquitectura mixta de ensanche decimonónico y calatravismo, tan europea. A Bilbao le falta la luz del Mediterráneo para ser Málaga; le sobran puentes para ser Oviedo; carece de la epidermis anarcopop barcelonesa, pero es, en suma, una ciudad viva y fresca. Garbosa, ajena al letargo en que parecen sumidas las ciudades de Andalucía, La Mancha o Castilla, tan aplastadas por el sol ubicuo.

Alguien tenía que atreverse a decirlo: el sol es un coñazo. El edén para el hombre ibérico, meridional y arrugado como una uva pasa, dátil de palmera, es una pradera esmeralda infinita sobre la que luzca algodón gris y nubes perpetuas de ceniza; del mismo modo que el hombre del desierto árabigo soñaba con ríos de agua y miel orlados con jardínes e hileras de macetas, o el del hombre escandinavo se duerme imaginándose entre dunas blancas y sol de radiador. Que no radiante.

Caminando por Bilbao entendí por qué gustan tanto los vascos de la provincia de Cádiz: es todo lo que allí no tienen. Es decir, Cádiz -polis y agros- adolece de las condiciones ambientales que allí en Vasconia, advertí ausentes, no sé si por obstinación de sus habitantes o por mera concepción distinta del mundo. La limpieza de las calles; el correctísimo funcionamiento del transporte público, la adecuada integración en el paisaje urbano de metro, tranvía, carril bici; la existencia de espaciosas alamedas llenas de verdor, frondosos aduares alrededor de la ría que hablaban por sí mismos del cuidado con que la ciudad que los sembró se preocupaba de mantenerlos con vida; esculturas post, digamos, apocalípticas, que cuadraban muy bien en el entorno, y toda una suerte de jardines mimados con la perseverancia intuida a los vascos. Todo, en general, lo que no hay en Cádiz.

Quizá por eso cuando aprieta julio, muchos vascos se deslizan península abajo hasta las playas gaditanas, buscando, a lo mejor, algo más que el buen tiempo. Es probable. Cádiz se significa, en la gente septentrional de España, con un exotismo particular. Una mezcla de orientalismo occidentalizado: windsurf y teterías morunas, por resumirlo en dos conceptos a la mano. Era mi primera visita al País Vasco y todo me parecía extraño: por inusual la limpieza y el orden que trascendía de todas las cosas que iba viendo por la calle, y por incomprensible, el idioma. El vasco es una lengua ininteligible. Su disparidad fonética con cualquier lengua románica es tan acendrada, que mueve a risa la inserción de vocablos castellanos en mitad de las frases, por el contraste.

Bilbao refulge con un resplandor ceniciento. Es la tonalidad con la que uno se queda. Fachadas caliginosas, predominancia del marrón y el negro. Largas avenidas, muy bien dispuestas, como a escuadra y cartabón. Noté la mano experta del urbanista, la conocida seguridad de caminar por planos hechos a medida, nada de esa improvisación insoportable de la arquitectura etérea de los pueblos del sur.

Atraviesa el metro toda la conurbación bilbaína desde Guecho y más allá, hasta Santurce y sus ballenas; es en grado sumo cómodo moverse en una ciudad cuyo transporte público cumple el pacto de lectura debido con el usuario. Hay un tranvía que recorre la ciudad, describiendo como un círculo, y está muy bien: descubrí, tarde, que se puede subir sin pagar y no pasa nada. Quiero decir, que el tranvía es útil: conecta más de dos lugares alejados entre sí lo suficiente como para hacer que la inversión millonaria en su construcción haya merecido la pena. Por lo tanto, la gente lo usa. Los defensores del libre mercado encuentran en el albedrío de la gente su verdadero argumento irrebatible contra los colectivizadores: el éxito o el fracaso dependen, en último -pero definitivo- término, de que la gente compre la mercancía que uno le vende. Perogrullo plora lagrimones pero es tan evidente como que el agua moja, aunque para algunos administradores de lo público en Sevilla o Cádiz la racionalidad mercantil quede fuera de su zona de confort.

Bilbao, a fuer de andar por ella durante dos días, me pareció muy amena, muy agradable de ver. No obstante, Guecho me gustó más, por su índole balnearia y su dobe faz de ciudad de descanso trazada sobre la ría de Bilbao y de caserío elevado sobre un peñasco asomado al mar. La parte vieja de Guecho tiene un encanto inalterable, la gracia propia del norte abigarrado de Baroja. Las casas son grandes, caserones de tres plantas con cornisas de madera, a dos aguas, más propias del Tirol que de la España bravía que uno puede imaginar. Nos hemos vendido muy mal, pensé deslizándome por una cuesta altísima hasta el Puerto Viejo. Los publicistas españoles deberían reivindicar también esto, la próxima vez que tengan que vender el país afuera, en los eventos esos tan graves y relevantes en donde, dicen, el dinero corre más que Usain Bolt.

Fui a ver el baloncesto, la causa de nuestro viaje. Hubo que desplazarse hasta Barakaldo. Allí se levanta el Bilbao Exhibition Centre, un edificio prodigioso. Simula un cuadrado macrocefálico, pespuntado por una torreta como de control aeroportuario. La forma cúbica de su exterior presta muy bien a la geometría gris y futurista de este nuevo Bilbao, tan guggenheinano. Formas rectas, ondulaciones suaves, acero, puentes de plata, exuberancia de la técnica. Regresé de Bilbao, de su conurbación, con el cuerpo de Marinetti. En verdad os digo que la burguesía vasca, nieta de la demasía metalúrgica, se ha reciclado muy bien, ocupando de nuevo la vanguardia de esa España que se trepa por encima de sus propios muros, más allá del reflejo de sí misma.

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