El Madrid se ha llevado tanto de seguido ganándole al Atlético de Madrid, de todas las maneras inimaginables, que ahora es presa de un sortilegio: el Atlético también puede ganar. La excepción -ganarle a un equipo mucho, muchas veces, muchas veces consecutivas- pasó a ser costumbre, y ahora el Real está en un diván preguntándose a sí mismo por qué han salido volando los patos de la piscina. La intolerancia a la derrota del madridismo, que es antropológica y afecta incluso físicamente a los individuos que la padecen, se torna insoportable con el Atlético de Madrid. El vecino fue visto como una caricatura y hay una generación entera de hinchas blancos que están descubriendo ahora que el sioux del Manzanares fue una vez adversario temible y no estrofa peripatética de Sabina. El conocimiento, como casi siempre, llega con sufrimiento. El Atlético de Madrid ha ganado 3 veces en el Bernabéu desde mayo de 2013, y hay quien todavía se resiste a admitir que Aníbal ha cruzado los Alpes: ¡pero si son el Aleti!
El Madrid de Ancelotti se desangra por una herida abierta en la portería. Es absurdo obviar de cualquier análisis el hecho franco e inobjetable de que cualquier córner o falta lateral contra el área madridista es medio gol. Ningún equipo de élite, ni siquiera el campeón de Europa, puede competir con esa arritmia: ante rivales tan poderosos en la pelota parada como el Atlético, esta circunstancia resulta trágica. Del desempeño de los dos equipos a lo largo de la primera parte se colige que el partido fue de 1-0: el Madrid jugó muy bien. Arbeloa entró por Carvajal, lesionado en la excursión ridícula en cada mes de septiembre de las selecciones nacionales; la revolución que predijo Ancelotti se quedó en la salida de Coentrao por Marcelo, encadenado a una bola de acero desde San Sebastián. A partir de ahí, la letanía: Kroos, Modric, James, y la 101 Aerotransportada. Algunos pensaron con candidez, yo entre ellos, que Keylor Navas iba a tomar, de una vez, la titularidad: al parecer Carletto no huele a muerto, o guste de salpimentar sus aventuras aristocráticas -recuerden al Milan de Dida, aquel Don Tancredo mulato- introduciendo en el guión la variante dramática del mono armado con metralleta delante de la cuna del bebé.
El Atlético sólo se acercó una vez en toda la primera parte. Fue académico: comba al primer palo y gol. Casillas volvió a no salir, mirando ceñudo a Ronaldo como echándole la culpa de su parálisis. Dentro de poco sus hagiógrafos sacarán la teoría de que sufre algún tipo de vértigo, o de que no sale porque fuera de la portería hace mucho frío. Sin embargo, no cambiaron las palpitaciones del partido: por primera vez desde las semifinales de Copa del año pasado, el Madrid imponía su versión a Simeone. El Atlético se alargaba demasiado entre Koke, Raúl García y Mandziukick: es admirable la fijación del Cholo en fichar roles; se marchó Costa y llegó este comeniños que, sin la calidad determinante del otro, asume el mismo papel. Arbeloa, cuyo último gran partido fue contra Diego, volvió a interpretar muy bien lo que la situación demandaba: dedicóse a graparle los tobillos al croata, cegando el único camino atlético hacia Casillas. El Madrid dispuso del tempo, del espacio y hasta de la precisión: Ronaldo deslizándose por la derecha, en lugar de la percusión cansina de siempre por la izquierda, estaba destrozando a Siqueira. Había espacios, aunque Bale no los viera, obcecado en cabalgar por encima de los zombis. Se vislumbraba el desajuste, hasta se oía crujir las piezas del Rolex madridista que estaban encajando. En el ambiente olía a gol, como pasa cuando llueve o va a llover. Entre los centrales y Thiago se abría el Canal de La Mancha y Carletto echó a sus aviones ahí. Benzema y James dibujaron autopistas de luz durante media hora extraordinaria de fluidez y velocidad, en que llegaron el empate, dos o tres buenas ocasiones de gol.
Benzema marró, como decían los clásicos, el 2-1: se le escapó el más sencillo control, a él, el tragafuegos que construye con los balones más inverosímiles verdaderas manufacturas de gol.
El Madrid no invadió Inglaterra cuando pudo y el descanso fue el desarme moral del equipo. Simeone, desde un cuarto oscuro -cuando lo enfocaban las cámaras, parecía un preso político, cuán prodigioso es el barniz propagandístico que puede llegar a ofrecer la realización del Plus, rompeolas de la anti-España- ingenió un artefacto que desactivó la presión dominante del Real: ocupó la zona ancha, desalojó de allí a Modric, aisló a Kroos, enclaustró otra vez a Bale y el partido se transformó en lo de casi siempre. El Madrid, liberado durante un rato de la silla del dentista en la que siempre logra sentarlo el Atlético, creyó poder terminar de una vez por todas con la fibrilación lenta y estresante a la que es sometido cada vez que el rojiblanco se le pone por delante. Terminó con eso Thiago, que encontró a Gabi, a Koke, a Juanfran, a García. Mandziukick detectó la ansiedad que pugnaba por salir del interior de Peperamos y el doble cambio Turan&Griezmann desequilibró el estado de las cosas. Casi siempre fue Ancelotti el que, con Marcelo e Isco, encontraba la llave para descerrajar el laberinto estrecho de Simeone. Esta vez, fue al revés. Griezmann, que es un francés fino e inteligente, se puso a flotar con una bandera pirata por detrás de Modric; a Kroos se le colgaban tres liliputienses con puñal y cachirulo cada vez que cruzaba el medio campo. James se disolvió, y el madridismo ya se pregunta quién es y por qué está aquí.
No debería preocuparle eso, aunque sí su volatilidad: está Ancelotti en el mismo punto que el año pasado, cuando Isco abrazó la intrascendencia y él tuvo que buscarle un papel en la obra que encajara con su naturaleza etérea y, a la vez, tan decisiva. James es igual: es un aglutinador -del balón y, por consiguiente, del tiempo- y un zapador, pero este Madrid ya no respira entre líneas. Hasta el 1-2 y después, fue incapaz de encontrarle un agujero a la alambrada rojiblanca; los dos TEDDAX, Isco y James, James e Isco, se fueron a morir lentamente a las bandas, desterrados a los presidios de Simeone en donde sus dobles-carriles (Siqueira, Juanfran y sus interiores) anulan toda posiblidad de imaginar.
Turan desentrañó la vereda de la puerta de atrás del Madrid: ese sitio en donde se guardan, custodiados por una vieja peluda y arrugada, las pesadillas de todos los niños madridistas, grandes y pequeños. Llegó hasta allí, llamó a la puerta y la vieja le contó el secreto. El gol fue de un virtuosismo renacentista que desvela un grado de evolución dentro de la artesanía guerrillera del Atlético: Ho Chi Mihn está empezando a fabricar drones.
Griezmann ganó una pelota sin aparente peligro a Coentrao, y pasó adelante sobre la línea de cal. Ahí ya algunos intuimos el hachazo: el lateral izquierdo estaba demasiado arriba y por detrás de Juanfran sólo había pradera. El pase atrás, inteligencia impropia de un tipo tan limitado, fue adornado por García con un amago que recordó al de Rivaldo en la final de Yokohama; con la diferencia de que Raúl García, natural de Pamplona, Navarra, es un carpintero metido a Buonarroti. La belleza del gol ni siquiera sirvió como paliativo: dolió más.
El Madrid volvió a perder y un cometa dibujó un poni con su estela cenicienta sobre el firmamento oscuro de la capital.
Muy bueno lo tuyo, Antonio. Enhorabuena por estos párrafos. Ya me dirás dónde puedo leer más sobre el cometa que deja una estela con forma de poni, y del mono con metralleta. Lo digo en serio, me suenan ambos símiles pero no caigo ahora de qué.
Lo dicho, enhorabuena por tus escritos, no sólo éste. Y a seguir.
Un abrazo,
Óscar
Muchas gracias, Óscar.
No sé dónde podrás haberlos leído, quizá me haya repetido ya en alguna otra ocasión aquí, algo que no descarto.
Un abrazo y gracias por seguirme.