Desde hace un par de semanas se viene disputando en España la Copa del Mundo de Baloncesto. Una de las sedes, durante la primera fase de la competición, ha sido la ciudad de Sevilla. Como Bilbao, Granada o Las Palmas de Gran Canaria. Encargada a la administración local la promoción interna del evento, en Sevilla se decidió aprobar este cartel. Como ven, resulta la sinécdoque más flagrante con que me he topado en mucho tiempo. En esta ciudad, no obstante, el fenómeno suele ser habitual. Sevilla, ciudad de una extraordinaria complejidad, es, a la vez, la que con más frecuencia ha sufrido un reduccionismo en su representación pública o, digamos, mediática, cultural. Sevilla, al contrario de lo que pueden sugerir sus convencionales apariciones en el telediario (Semana Santa, Feria y japoneses derritiéndose al pie de la Giralda), es un racimo de fragmentos; tan reales unos como los otros, tan verdaderos que, obviamente, constituyen partes entrelazadas y contradictorias (como todo en la vida) de un mismo discurso: el de Sevilla, que no es un todo compacto ni un pack para turoperadores, aunque una de sus partes -miren la imagen- sugiera un todo homogéneo, inalterable al paso del tiempo. Museístico, si cabe.
Naturalmente, la delimitación icónica que la publicidad y esta, en concreto, (la de la Copa del Mundo de baloncesto) hace de los territorios, de los lugares, de las personas, de las ideas o de los conceptos -de lo que se quiera- depende del ejecutor. No es el Ayuntamiento de Sevilla, a la vista de este cartel, el San Cristóbal que hará cruzar la ciudad ese río de Irving, Bécquer y los románticos del XIX; el caudal infracultural, siempre tan desbordado, para el que casi nunca hay sequías ni una draga que lo amanse, de la aldea del toro, el vino, el gitano, los farolillos y el bajopalio.
Este cartel es una manufactura perfecta que describe lo que digo. Dos niños, de ambos sexos en presentación salomónica de la égalité burocrática, se dan la mano sonriéndose mientras sostienen un par de balones de baloncesto. Van en vaqueros y camiseta, a la manera fresca y tradicional en que suele asociarse la práctica de este deporte con sus acólitos: gente sana, informal, desenfadada, un punto cosmopolita, de innegable parentesco urbanita con los chavales norteamericanos de las películas; esos que salen siempre como recién acabado el instituto, peloteando en canchas callejeras con ropa maxi-size. Nada que ver con la iconicidad popular del fútbol: desharrapados niños escuálidos que gambetean descalzos sobre calles mal asfaltadas, si no de tierra, detrás de una bola de calcetines cosidos entre sí y una nube de polvo detrás, etcétera.
La representación gráfica está muy bien, y como digo, responde a los cánones consuetudinarios con los que la gente se imagina el baloncesto y a los que lo juegan. En Sevilla, por lo general, no es un deporte demasiado popular. Quiero decir, que aunque existe un club de cierta raigambre que lleva años en la máxima liga nacional, la afición baloncestística queda un tanto opacada por el hecho de que en Sevilla conviven dos equipos de fútbol cuya importancia trasciende lo meramente deportivo y hace palidecer cualquier otra forma de diversión y sudoración. La naturaleza marginal del baloncesto debió aportar a los encargados de confeccionar el cartel un, seguro, tremendo alivio: qué fácil nos va a resultar, miarma, hacer el anuncio. Si una Copa del Mundo de cualquier disciplina es, en sí misma, una gran ocasión para redefinir -y expandir, por qué no- los límites culturales de un territorio, al calor de la oportuna inversión publicitaria y de, por supuesto, la probable afluencia de un público numeroso y heterogéneo, en Sevilla se prefirió construir una oda al pleonasmo folclórico: ¡Ya lo tengo, Pepe, chiquillo! ¡Ponemos a dos niños con un balón, enfrente de la Macarena! ¡Qué arte tienes, compadre! ¡Espera, que uno de los dos sea una niña, por el qué dirán! ¡Estás en todo, mostro!
*A posteriori
Leyendo en el DRAE la definición de caricatura, me sobreviene el impulso de editar este texto. Las dos primeras acepciones son deliciosas:
1. f. Dibujo satírico en que se deforman las facciones y el aspecto de alguien.
2. f. Obra de arte que ridiculiza o toma en broma el modelo que tiene por objeto.
Podría haber escrito esta soflama utilizando apenas estas dos líneas. Esto es lo que han hecho los diseñadores del cartel, y sus promotores, con la ciudad de Sevilla: caricaturizarla, deformar su aspecto, desprenderla de todo valor, alejarla de toda trascendencia usando, precisamente, un símbolo religioso -el súmmum de lo trascendente-. Hacerla guiñol y guiñapo, difuminar su lugar en el mundo, contorsionarla dentro del arquetipo. Oponer, a su inabarcable heterogeneidad, la más lacerante de las simplificaciones. El sueño de todo dibujante: la ciudad deconstruida en viñeta.
Un cartel barroco para la sede de Sevilla … en un Mundial hortera con «Gomina Sáez» a la cabeza y todos los palmeros detrás. En estos tiempos que corren, poner en solfa los valores del deporte de las canastas (Baloncesto), aprovechar la oportunidad del evento en ámbitos como la educación, la salud, la cultura (de cultivar), la ciencia, la enseñanza,…les viene grande a los «burócratas», a los «divinos» federativos, a los «aprovechaos» politicuchos, a los «enteraos» del mass media, …