Efialtes tenía razón

Semana número 11.

Se puede decir ya que el verano murió con agosto. Siempre muere con agosto, el verano, aunque siga haciendo calor, la gente siga yendo a la playa y se le siga llamando verano. Lo que resta desde el postrero de agosto, o mejor dicho, desde su último sábado, son días basura. Digo último sábado y lo digo bien, porque en este hedonismo obligatorio al que empuja la presión contextual, se corre el peligro de arder en una pira pública si se pretende, en el ejercicio de la individualidad individual que tiene uno, sustraerse a la bacanal predeterminada de cada fin de semana. Es que es el último finde de agosto, braman los exégetas de este carpe diem hecho institución social tan sacralizada como en su día estuvo el dogma de la Inmaculada Concepción; como si ese aserto, su formulación misma, confiriese al hecho de tajarse como un piojo cada sábado de verano una gravedad insoslayable. Por eso el verano acaba la noche que llegas a gatas a tu casa por última vez. Desde ahí sólo hay días, etapas de transición con finales al sprint. Días que no los quiere ya, apático, el verano, pero tampoco los reclama el otoño, avaro para tomar posesión de su parcela en el calendario.

Quedan, pues, estos dias intermedios, fronterizos, este Kurdistán sin Estado, colocado como artificio endemoniado entre el tiempo del ocio y el del laburo; días de vinagre y ajo, de retornos, aunque muchas veces ese regreso no sea sino continuación grisácea. Lo peor de estas primeras semanas de septiembre son, equilicuá, las fiestas patronales. Detrás de esta perífrasis se esconde el alma misma del pópulo: la turba licenciosa, cada villorrio español celebrando sus panateneas. Es preciso huir de todo eso. Son en estas verbenas, llamadas pomposamente ferias desde el cambio de siglo, una gárgara gigantesca. Como en las partidas de póker, si no ves el esputo en esa gárgara, es que tú eres el gargajo. Creo que este dietario termina aquí. Fue un paseo interesante. Alargarlo resultaría inapropiado: nació para desfazer entuertos veraniegos y el verano se largó. Al final esto ha sido menos diario que cuaderno de notas, pero qué les voy a contar, mi vida no es tan fabulosa como para rellenar un texto a la semana. He volcado, creo, todo mi amor por Chipiona aquí. Lo hago por todos ustedes, y deberían agradecérmelo. He pretendido disuadirles de venir si en algún momento de sus vidas futuras algún desaprensivo quiere traerles; a menos que, naturalmente, ese desaprensivo sea Florentino Pérez y con él vengan todos los bulldozers de ACS cargados de dinero, obreros y proyectos de reurbanización. Si pone todo esto por llano entonces ustedes también están invitados a la fiesta. Yo ya voy, por si acaso, entregándoles las llaves del castillo, que es de noche y hay un portillo abierto en la muralla donde no nos ve nadie.

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