La salida de Xabi está saturada de rumores. Lo cierto es que, de momento, sigue siendo puro mentidero. En los mentideros se dicen muchas cosas. Sin embargo, el único hecho incuestionable, por ahora, es que ha precipitado su marcha a cuatro días del cierre del calciomercato. Las interpretaciones están constipadas por el trauma: el icono largándose, etcétera. Lo más tangible es que el Madrid carece de mediocentro al uso. No hay, ya, quien se acurruque entre los centrales y lance a los laterales a la conquista del salvaje Oeste. La base deberá ser ocupada, ahora, de otra manera, pero por suerte para Ancelotti el Madrid respira con el bypass de Modric desde el partido de vuelta de las semifinales de la Copa de Europa de 2013. Ese día el croata tomó La Bastilla y el papel de Alonso no dejó de marginalizarse desde entonces. No obstante, el crepúsculo alonsista del Madrid era un fenómeno que quemaba etapas con naturalidad. El 14 seguía acrisolando la tendencia al dinamismo y la asimetría del Carlettosistema; era como una brújula marcando siempre el norte de interiores, mediapuntas y centrales. Su fuga acelera el proceso y pone a Illarramendi en la casilla de salida, otra vez, devolviéndolo al teatro de operaciones, de donde parecía desterrado por Toni Kroos.
El Madrid estrenó el rosa en San Sebastián. La maglia rosa otorga una superioridad estética indiscutible al equipo: los ilumina, los aligera incluso, aunque case mal con los tatuajes pandilleros y las botas amarillas. El rosa es el futuro y así lo dejó escrito este Madrid, que no pudo ganar pero terminó agosto de 2014 ofreciendo al mundo el nuevo descubrimiento: el fútbol ya no es de las rayas, ni de los cuadros, ni de las combinaciones noventeras, y quizá tampoco lo sea ya del negro monocromático que tan augusto hacía a los futbolistas del blanco y negro.
Kroos y Modric volvieron, en Anoeta, al sitio en donde deslumbraron al mundo en la Supercopa de Europa. A diferencia del lunes pasado, la certeza de que son, definitivamente, el plan A, pareció revestirlos de una autoridad sacramental: los primeros 15 minutos de ambos sobre la pradera donostiarra deberían estudiarse en los colegios. Firmes, seguros, casi excesivos, activaron el bulldozer y el Real, de rosa, aplanó las crestas rocosas de Arrasate. Isco y James, por delante, flotaban entre los espacios con una verticalidad, digamos, estática: fluían ocupando espacios inexistentes antes y después de su fugacísima estancia en ellos. De tanto abrir persianas, los mediocampistas del Madrid cegaron la débil transición defensiva de la Real Sociedad. Contribuyó al esfuerzo ofensivo, exquisito, Marcelo aunque también Carvajal. Los centrales subían la presión hasta el condado de Treviño y entre Bale y Benzema dislocaban la atención de De la Bella, Zurutuza, Íñigo y Granero, incapaces de seguir la marca de tanto rosa fluorescente. Modric, durante un rato, levitó sobre el césped. Ha inventado Modric un concepto novedoso: la velocidad con el balón. Luka, que no es una centella, parece correr más cuando lo hace poseyendo la pelota. Es una cosa curiosísima, y muy agradable de ver. La imanta como hacía Redondo, otro que estimulaba sus piernas cuando trotaba con el balón. Fruto de tanta intensidad fueron los goles de Ramos y Bale: cabezazo flamígero el primero y pieza de orfebrería galesa el segundo. Bale, quizá, se empeña en desmontar el mito del atleta con cada vez más frecuentes caricias al violín: es un Stradivarius encerrado en el cuerpo de Usain Bolt. Ramos pudo meter 3 goles más, embebido unos instantes por su alter ego lisboeta, y un minuto antes del desastre Kroos estrelló en el pie del guardameta el 0-3 preludio, qui lo sá, de una goleada que murió con aquel contragolpe. Ahí terminó el Madrid y empezó Mad Max.
La Real Sociedad se había pasado media hora pidiendo una tregua. Daba cosa verlos agitar la bandera blanca, desencajados, con un aire fatalista que no le pega nada al club de los pijos vascos de la costa guipuzcoana. Siempre que el Madrid juega en San Sebastián yo me acuerdo de Baroja y de los pueblecitos pesqueros de Shanti Andía. Caserones de piedra, lomas verdes y Cantábrico cabrón: uno de esos temporales desató la desidia de Casillas en el 1-2. Casi todos los goles que ha recibido el Madrid desde abril son iguales. Un córner sucio, de estos que se golpean como mordidos y rebotan casi siempre en una cabeza, en el primer palo, o se enroscan hacia el segundo como el abrazo de una anaconda; este tipo de córners precisa de porteros cuya autoridad se exprese a puñetazo limpio. Cuando no ocurre así, y con Casillas siempre sucede lo mismo, los defensas descubren, de pronto, el frío que hace: están desnudos. Casillas no salió y Ramos se quedó tocando la guitarra mientras Íñigo Martínez ejecutaba en el segundo palo. La Real no se lo creía: seguían celebrando la vida como los prisioneros de los campos de concentración pueden festejar, qué sé yo, la Navidad. Pero por el cielo del Madrid ya sobrevolaba el humo negro de Lost: vienen los malos. Antes del descanso, Zurutuza, que es un zanahorio irlandés nacido por casualidad en mitad de Vasconia, remató desde el punto de penalty, con la frente, un centro fantástico de Aguirretxe por la izquierda. La desolación en el balance defensivo de la zaga madridista fue tan evidente, que no fue posible culpar a Casillas. Marcelo intentó arreglarlo con una patada de kárate, y siempre que vean a Marcelo haciendo estas extravagancias, no lo duden: el gol fue por su culpa.
Con Marcelo y Carvajal ocurre como con la ginebra y el vodka: jamás se te ocurra mezclarlos en una misma noche. Si el equipo comienza golpeando, son los mejores para consolidar la brecha. Si no, la gotera (la espalda de ambos siempre tiene una fuga, siempre) que suponen en los costados tanto de Peperamos como de Modrikroos amenaza con convertirse en tsunami. Así fue. Mediada la segunda parte, el Madrid seguía siendo incapaz de generar algún tipo de gol: parecía como si la primera media hora del partido hubiese sido un ensalmo. Desvanecido por las calores de agosto, y con Kroos superado por la voluntad inquebrantable del euskaldún una vez detectada la debilidad del centralismo (léase en clave política), Arrasate desequilibró la partida: Canales y Vela. Ambos, zurdos indisciplinados y talentosos, apostaron al empuje final contra la violencia sostenida de la Real hasta aquel momento: los locales avasallaron con filigrana. Canales dibujó una fantasmagoría en la pared de Marcelo, y a Isco se le fue un interior. Desde Benalmádena miró cómo el fulano ganaba la línea de fondo y servía contundente, hacia atrás, donde Zurutuza llegaba otra vez echando humo por las orejas: gol en las mismas barbas de un portero zombi y el Madrid profundamente desquiciado. Hasta el final, el equipo se consoló teniendo la pelota, pero eso no bastó para espantar la certidumbre de que rondaba más cerca el 4-2 que el empate a 3. Así fue, en efecto, aunque el gol de Vela incurriera en una ilegalidad clamorosa. El mexicano se llevó la pelota con la mano pero el árbitro estimó que aquel gol formaba parte del Cupo Vasco, así que al Estado le tocó pagar, como siempre.
Solamente la finura andaluza de Isco Alarcón se rebeló contra el dominio apático del Madrid. Intentó la gambeta contra sus pares, que siempre fueron tres, o cuatro. Al menos derrochó personalidad y saltó algunas cajas fuertes, con ese tobillo inefable que frota, de vez en cuando, la lámpara mágica. Los donostiarras lo miraban como alucinados, sin poder comprender cómo al fútbol también se puede vencer sin darle con el hacha al tronco una y otra vez, hasta que terminas metiendo al portero dentro de la portería. El madridismo epicúreo se quedó con esa confrontación de escuelas, admirando el andalucismo con el que sobrevendrá el nuevo imperio ancelottiano o no será. James ya está siendo llevado al altar por Abraham: es el hijo que Dios ha pedido sacrificar a los nostálgicos por la huida de Alonso. Me recuerda a lo que se publicaba de Di María cuando llegó, allá por 2010. El 4-2 abre una zanja: prepáranse a saltar.