Semana número 10
El pasado fin de semana lo pasé en el norte. La diferencia entre la España cantábrica y la España del bajo Guadalquivir es asombrosa. Se trata de dos países distintos. La Historia cuenta que fue la Bética el territorio hispánico en donde la civilización occidental alcanzó el clímax. Tartessos, Fenicia, Grecia, Cartago, Roma, Bizancio, el Islam, la Cristiandad y todo eso. Al contrario, el norte siempre fue cuna del arquetipo bárbaro: indómitos vascones, astures rebeldes y don Pelayo dando por saco en lo alto de un peñasco. Qué les voy a contar. Sin embargo, no. De Marco Ulpio Trajano a Isabel Pantoja, el sur ha llegado al exceso civilizador. Se ha podrido, es una fruta madura dejada al sol de agosto, un día entero. Se ha llegado a un manierismo extremo, a un recargamiento de todo: Séneca en chanclas con el brazo tatuado y la camiseta de tirantes definiendo cervezas extemporáneas. La fisonomía de los paisajes difieren tanto que recorrerlos en tren, desde Jerez hasta Oviedo, se asemeja a atravesar un cuerpo tumefacto que todavía conserva un busto verde. Sano. Verde, de eso sí, hay de sobra al cruzar la cresta de roca que separa León de Asturias. Entra uno en un mundo nuevo. Plomo en el cielo, bruma en el suelo.
Las ciudades del sor adolecen de firmamentos post-industriales: horizontes de techos cortados de un tijeretazo, blanqueados por un sol criminal; un caserío almenado con antenas que son sartenes y parabólicas negras, como astillas en las azoteas que dibujan un skyline decrépito, algo parecido a una calavera resecada en el desierto perfilada sobre un cielo vasto como el océano. E igual de azul. La España cantábrica, en cambio, con sus fachadas de piedra, sus tejados de pizarra, sus cierros de madera y su mampostería empotrada en recovecos inauditos, te da un manotazo de frescura nada más cruzarla. Sentí una honda tristeza al marcharme. Nunca me gusta abandonar Asturias, pero es que últimamente, al bajar por Puertollano con el tren, tengo que incluso taparme la nariz con una pinza. No les hablo ya, por supuesto, del paisanaje: aquí me repito más que el ajo. Sólo puedo añadir que caminando por la calle Uría, a uno le parece harto improbable que de ahí pueda salir un Amador Mohedano. Y ya que sale ecce homo en la conversación, no puedo sino comentar su último brochazo: cagar en la playa. ¡Qué oda a Duchamp ha dejado, sin proponérselo, grabada para la posteridad! Me voy tres días y al volver encuentro una Chipiona tomada por Telecinco. Las unidades móviles han acampado a lo pequeño y estrecho del pueblo. Los indígenas no habían visto semejante despliegue tecnológico desde que construyeron el faro. Amador Mohedano, descartado del casting de Los Soprano por la excesiva pureza del personaje, decidió homenajear la calidad de las playas, la calidez de las gentes y la vitalidad del lugar, del único modo en que se puede estar a la altura de Chipiona: dejando un ñordo en la arena como símbolo del amor en los tiempos del ébola. ¡Qué arte tiene mi gente!