Joselito tenía razón

Dijo una vez Joselito (el Gallo, no el otro) que quien no ha visto toros en El Puerto, no sabe lo que es un día de toros. Yo no lo supe hasta el domingo pasado, y aunque la tauromaquia no es una disciplina que me acalore, me tentó la idea de acudir a un festejo. Por aquello de entrenar los ojos, el olfato y el oído. La ficción de creerme escritor. Como es natural, mi padre me tuvo que explicar qué era un pase de pecho. Mi único contacto con la cosmogonía taurina había consistido en leer las memorias de Belmonte, Fiesta de Hemingway y empezar Muerte en la tarde, dejada por aburrimiento en edad temprana. No obstante, descubrí que una corrida de toros es, por encima de todo, un estallido de colores. También de sensaciones. Algo muy visual. Es una liturgia, y como tal, está llena de símbolos. Sin embargo, sobrevuela sobre la racionalidad encerrada en ellos, una vivísima percepción sensorial, emocional incluso: los toros entran por los ojos, y por los oídos.

El espectáculo, además, está en los tendidos. El aficionado a los toros es un género en sí mismo.

El taurino tiene mucho de contrarrevolucionario. Es una figura anacrónica, a trasmano del mundo nuevo. Cristaliza en él una corriente telúrica cierta, inverosímil para muchos españoles septentrionales y, no digo ya, para un extranjero: Rancapino vestido con un polo rosa, tocado con una mascota blanca, con la cara cortada de arrugas y noctambulismo, diciendo olé los toreros buenos: gitanería andalusí imposible de describir. Es lo inefable, lo que no puede ser nombrado. Hay que estar ahí y verlo. Además, el aficionado va a la lidia aherrojado a un fatalismo crónico: todo va a ir mal, todo es peor que antes (antes como franja de tiempo abstracta que hace referencia a un pasado remoto, indefinido, idealizado, una Arcadia feliz de torazos que embestían con sangre en los ojos y toreros de hielo que pegaban capotazos con una guitarra en una mano y una botella de manzanilla en la otra), todo es, en fin, más feo y menos puro que en el tiempo de los primeros pobladores. El taurino niega, y niega bien. Niega en rotundo, no concede siquiera un espacio neutral al torero que no camina como es debido, al que se yergue de mala manera, al que no tiene trapío. Siempre va predispuesto a pitar, a patalear y a enfurruñarse. Sin embargo, como con el futbolero, bastan tres medias verónicas y un gesto altivo del hombre en la arena para levantarlo de la almohadilla. En el fondo me pareció una gente anárquica con alma de niño, espíritus que ansían ser conquistados. Me divertí mucho observándolos, escudriñándolos desde mi puesto de vigilancia. Circunspectos, graves, tan pronto prestos para la exhortación clamorosa como para la chufla de rufián. Público de taberna y de sanctasactórum, una hibridación que sólo puede darse en escenificaciones trágicas de esta naturaleza.

A un marciano se le podría explicar qué es España juntando a taurinos con puro y panamá, y a antitaurinos sin camiseta y en chanclas, en las taquillas de una plaza de toros.

Es una gente, además, sacada toda de tabancos, bodeguitas y despachos de vino. Una fuente inagotable de neorrealismo. Hay mucho de verdad en sus quejíos, mucho de flamenco, de sur, una hondura difícil de cuantificar. No es, atención, ese sur de jacaranda que Canal Sur se empeña en explotar, con notable éxito de crítica y público. Ese sur es una patraña, una mentira hecha para venderle delantales de colores con volantes y lunares a los guiris. Yo digo el sur profundo, que no profundo sur. Una casticidad sólo descifrable en el cuadrilátero cultural circunscrito entre Sevilla, Sanlúcar, Jerez y El Puerto. Ya Cádiz es otra cosa, y quien se fije, lo ve. Pero, y ahí es donde estos fulanos descabalgan al imprudente observador, también hay lo suficiente de impostura como para no creérselos del todo: interpretan un papel. No han leído ninguno a Hemingway, pero se saben hermanos de una masonería singular: la plaza es su logia.

También usan un argot que en nada desmerece al de otros universos finitos como el del tango en Argentina o los juegos de rol de los frikis en las capitales de provincia. Conocer cada palabra y saber dónde, cuándo y por qué emplearla, supone casi un rito de iniciación. Monosabio, mulillero, alguacilillo, capote, montera, estoque, muleta, por qué un torero hace el paseíllo con la montera en la mano y los otros no, etcétera. Cada concepto corresponde una realidad que, a su vez, cumple una función muy determinada en la representación. Todo está sedimentado por la tradición, por eso a las tres horas de corrida ya uno empieza a agobiarse: siente sobre sus hombros el peso de España, y, la verdad, coger en brazos a una vaca cansa menos.

Yendo a los toros se da uno cuenta, también, que la plaza, en sentido figurado, es mucho más que el edificio neomudéjar, comprende unos límites sociales, por así decir, más amplios: es una Plaza Mayor. Más allá de las arcadas, las bóvedas, los tejadillos y los quicios de madera que aluden al origen renacentista de la lidia -el alanceamiento de las reses en las plazas públicas de las ciudades-, el espacio emocional de la plaza de toros abarca los tres o cuatro bares y tascones adyacentes. Los aledaños, usando jerga balompédica. Es preceptivo entrar en uno, un rato antes. Tomar algo, pulsar el ambiente, ver las caras. El aficionado achispado ya, que vocea emocionado. Los sabios tranquilos, sembrados bajo la gorra, que miran hieráticos el ajetreo de la calle. Los almohadilleros, el aguador, las gitanas pululando. El pijo enlatado en la camisa de spagnolo; el de las patillas que parece recién teletransportado de El Rocío, el novillerito pinturero que se confabula con los compadres o la chiquillería -todavía existe- que merodea en torno a las puertas, acechando la entrada de las cuadrillas.

Todo forma parte de la territorialidad taurina. Supongo que desde el cielo se verá la plaza como un gran hormiguero rodeado de una agitación febril.

Paseé por el exterior de la plaza, hasta llegar a los corrales. Siempre me atrajo esa construcción postiza, adosaba a uno de los muros del coliseo, en donde meten a los toros. Parece tan frágil muralla, que me gusta quedarme mirando de fijo el portillo por donde cuelan a los morlacos. Pum, pum, llega el camión, se apega a las jambas, una mano invisible desencaja al toro y otra descorre el cerrojo. ¿Cómo cabe eso por ahí? ¿Y si se escapa? Fantaseo a veces con que uno de esos demonios zaínos consigue zafarse de todo y salir a la calle. Deben hacerlo de noche, imagino, pero las plazas están inscritas en las entrañas de viejas ciudades españolas. Piedra antigua y vías estrechas. Es sugestiva esa fotografía, el toro trotando por el empedrado, resonando como debe oírse el apocalipsis: cloc, cloc, cloc. La noche desplomándose sobre la casa del hombre. Con la muerte en los pitones.

Por supuesto, me guardo mucho de compartir estas esquizofrenias con la gente normal. Aquí, en cambio, puedo explayarme. Si total.

El espectáculo de los toros comparte con el teatro, y con los corrales de comedias, la más prístina división clasista. Es la tauromaquia, al menos su concepción mercantil, su industrialización, una representación microscópica del mundo de afuera. La plaza, en su graderío, lo que da en llamarse tendido, está cortada por la mitad por una reja terminada en afiladas puntas de lanza. El populacho que ha de conformarse con el sol, que era -antes, cuando las corridas empezaban a las 5 para aprovechar la luz del sol- no podía traspasar la parte de la tribuna que le correspondía. Por vacíos que estuviesen los asientos de sombra. Y para que no lo olvidasen, los rejones puntiagudos de la verja les devolvían como un espejo la propia conciencia de su pobreza pecuniaria. Los mejores sitios de la plaza estaban arriba, debajo de la cubierta: el que tenía dinero quería asistir a la cosa sin pasar calor y sin mezclarse con el vulgo, naturalmente, pero tampoco era cuestión de ver la sangre y sentir los bufidos del toro en la plaza. O las tripas desparramadas de los caballos del picador. Justo encima de la puerta grande está el palco de autoridades, y en algunos cosos, además, el palco real. Estas son estancias privilegiadas, dominando las alturas de toda la escena taurina, construidas casi siempre siguiendo el estilo neomudéjar que tan de moda se puso en España en el último tercio del siglo XIX.

La segregación del público en sectores, distribuyendo cualitativamente los mejores recursos del hecho taurino (la sombra, el viento, la distancia con el ruedo y la comodidad) hace a la tauromaquia un espectáculo intrínsecamente clasista, tan apegado a la realidad de la nación que lo germinó que, como en España, en los toros sólo cuenta lo que tengas en la cartera. En ese sentido, el racismo y la xenofobia son, aquí, cuerpos extraños que apenas encuentran cobijo sino en tarados y sociópatas. En España quien da y quita el Don es el sonante, y eso tranquiliza puesto que nos hace honestos. Hasta en eso hay categorías.

Realmente, lo que me llevó hasta El Puerto el domingo pasado fue la posibilidad de una isla: concretamente, el ver a Morante. Como habrá quedado claro a estas alturas del texto, de toros no tengo ni puta idea. Si es verdad que el individuo no es más que un conglomerado de fuerzas opuestas en constante tensión de ruptura, mi lado socialdemócrata aúlla cada vez que me ponen delante un genio indolente. Cada uno tiene una debilidad y es dueño de sus vicios. Rechoncho, algo tripón, bajito y barbado a lo goyesco, verlo fumándose un puro en el callejón mientras toda la plaza berrea contra él por la faena de mierda que se acaba de marcar, fascina. Por la sencilla razón de saber que, cuando él quiera, puede hechizarlos a todos con un segundo de sublimidad inasible que será tan fugaz, como inolvidable.

¿A ver si la masa, en realidad, lo que detesta es el talent0?

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