Semana número 7
El otro día un niño me llamó hombre y otro me pidió que le firmase una pelota de voley-playa. Creí que me había confundido con el Náufrago de Tom Hanks y entonces decidí pelarme. Son estos impulsos que tienen algo de instinto púdico, que sobrevienen de vez en cuando. Fui al barbero. Ya casi se ha perdido, pero qué sonoridad tiene la palabra barbero. Ir a la barbería no se dice ya, casi, y menos en la ciudad, pero en el pueblo todavía conserva algo de ese rito antiguo que tiene todo en la vida adulta masculina. Que te pele el barbero no es lo mismo que el peluquero te corte el pelo. Al barbero va uno con su padre la primera vez, con 5 o 6 años, y al otro se llega con la mocedad. O con la novia. Son cosas diferentes, mundos tan opuestos que aluden a realidades distintas, en guerra una con otra. El barbero pela, limpia y da esplendor. Hace de RAE y de confesor: es el nuevo cura, la figura en la cual se desahogan los viejos contándoles sus cuitas. El peluquero, en cambio, alisa, peina, arregla. El abismo es evidente. Lo que te empuja a la peluquería de caballeros (horrísono sintagma) es la coquetería: ese narcisismo que el hombre en construcción va descubriendo sobre la marcha, mientras se completa. El barbero, en cambio, adecenta, y eso tiene el estigma de lo obligatorio. Sentarse en la silla del barbero es abrirse en canal. Hombres adustos que abandonan un rictus, empiezan comentando el fútbol y acaban hablando de los problemas del hijo mayor. Como si sintieran la urgencia de soltarlo todo al frisar la sesentena, el barbero chasquea las tijeras alrededor de cabezas cada año menos pobladas asintiendo o negando levemente con la cabeza. Ninguna sonrisa de más; apenas un gesto con la comisura de los labios consagra toda concesión fuera del guión. Se aprende a ser hombre mirando desde atrás, viéndose uno reflejado en esos espejos tan grandes que tienen las barberías frente a los sillones.
Estaba pelándome el otro día y pensando en estas cosas, y en otras por el estilo, cuando me acordé del recelo primigenio de los viejos barberos hacia los peluqueros. Los miraban como debió mirar el jefe caribe de Guanahaní a Colón: este es más maricón que un palomo cojo. No entendían sus mechas, ni que usaran secador, ni que hubiesen estudiado. Tampoco toleraban ninguno de aquellos peinados extraños que hacían, demanda creciente de una clientela preñada de un mundo nuevo que ellos, dinosaurios de otra era incapaces de ver venir el meteorito, no acertaban a desentrañar. Recuerdo estar sentado junto a mi hermano, oyendo hablar a todos aquellos hombres mayores de cosas serias y graves, que casi nunca les hacían sonreír, y pensar que un peluquero debía ser un individuo demoníaco. Una especie de tritón seductor, una víbora de siete cabezas que hacía a los hombres mujeres cocinándolos en una caldera hirviendo llena de pócimas y hechiceríos. Con el tiempo todo ha sido diferente. Las barberías son un lugar triste excepto en verano, cuando se llenan de niños foráneos que arrastran mucho las eses y dicen miarma cada 4 palabras. Hay cada vez más viejos pidiendo que les arreglen unas cabezas sobre las que hay cada vez menos pelo. Creo que es una querencia. El hombre, cuando envejece, yace secuestrado por ellas. Todo es rutina y cotidianeidad. En un pueblo todo se vuelve es. Diría que se busca, así, forjar un entramado vital entre uno mismo y la muerte. O, seguramente, sea todo pereza, comodidad. Aburguesamiento. Hay que huir de la España del agros. Todo termina acartonándose, incluso los humanos se transforman en figuras de cartón, en atrezzo. Chipiona es una inmensa tramoya. Digo Chipiona como podría decir Barbate, Monesterio, o Vilanova de Arousa. Ese rictus intrahistórico de las cosas hechas, puestas y vividas como debe ser también lo aprendí cuando era niño, en las barberías, y soñaba con conocer el Estadio Azteca.
Esta semana me he pelado y la gente ha dejado de gritarme ¡Wilson! por la calle. Ya queda menos para que vuelva el frío.