Semana número 6
¡Todavía no ha terminado julio! Qué desconsideración por su parte, hacernos seguir pasando calor. Muda mi piel como la de una serpiente, y se extingue ya el brevísimo moreno que lucí durante unos días. Entre pellejo reseco y borracheras de algodón, pasan los días sin que me toque el cupón que obre el milagro y me haga ciudadano noruego. Háganse a la idea: uno de esos lofts de diseño en el centro de Oslo, con vistas al mar del norte; el armario lleno de jerseys negros de cuello vuelto y paseos agradables a la vera del Kiel con un cartón de altramuces. ¡El edén! A veces me despierto en mitad de algunas de estas noches toledanas que tan pródigas son en verano, soñando con que me salen agallas y vivo en un tanque de agua fría. De tanto desearlo lo mismo hasta me salen escamas. Todo el despropósito urbanístico del sur español, todo el galimatías arquitectónico con que se levantaron pueblos enteros en Cádiz al final de los 90, adquiere en verano una desmesura bíblica. Calles de doble sentido aparcadas por lado y lado, y por las que no pasaría ni el rocín flaco de Don Quijote; esquinas que surgen de repente, como icebergs en medio de la niebla, allí donde la lógica -y la ley- asegura debe ir una línea recta; badenes monstruosos que más bien son bocas de cachalote abiertas de par en par en mitad del asfalto, y un sin fin de desgracias monumentales cuya irrealidad se multiplica con la masificación estival.
Hay en Chipiona ejemplos muy particulares. El otro día, trasteando por Twitter, vi un hastag muy gracioso: #BadDesign. La gente acompañaba los tuits con esta etiqueta y con fotos de aberraciones arquitectónicas. Pensé en hacer lo mismo. Sólo tendría que dar una vuelta a mi manzana. La cosa es que desistí por miedo: me rodean gentes tan extrañas que igual al verme fotografiar cosas por la calle me pegan, me quitan el móvil o me linchan, directamente. Sospecho que muchos de mis vecinos sufren de aquella graciosa patología diagnosticada por los aventureros europeos del XIX que se adentraban por los mundos perdidos de Dios: la superstición de la imagen. Temo ir por ahí y que un fulano en chanclas, camiseta blanca de tirantes, calzonas de La Roja y bolsito cruzado en bandolera me pegue una hostia por haberle robado el alma al tomarle una fotografía. «¡Pero tú tienes de eso, gañán!» me gustaría añadir si tal se produjese, pero mejor no tentemos a la suerte. Los defectos ridículos en el trazado de los suburbios de Chipiona es la cosa que más me fascina de todas las que están ahí fuera a diario, en esta tribu. Diría, si me quedase ingenuidad cívica, que los distintos planes generales de ordenación urbana han ido aprobándose en consejo amazónico de monos titís borrachos y puestos de crack. Pero en realidad no es más que el fruto que cae del árbol de la gestión política elaborada por patanes. Con el calor, el aburrimiento y la hacinación humana, el efecto de conjunto es parecido al de mirar todos los cuadros de Botero puestos en fila india, uno detrás de otro. Saturación cósmica o abotargamiento de los sentidos.
Sigo caminando por esta estepa del demoño que es el verano, con más pena que gloria. Hay tanta gente en Chipiona que esto parece la connurbación de Tokio. Ya empiezan a aparecer las camisetas del Sevilla por todas partes. Parecen las manchas de verdín que invaden una azotea tras cuatro o cinco días lloviendo sin parar. Son gente fea y malencarada, que te mira como si les debieses dinero. Voy a ver la Supercopa de Europa echado sobre la verja de Gibraltar, por si nos ganan en Cardiff.
Digamos que Chipiona no es muy agradable en verano, no. Cumbre inequívoca del chonismo. Ah, y cuánta verdad en ese último párrafo. Tengo la desgracia de aguantar a esa gente soberbia durante todo el año. Ojalá les metáis siete.
Ojalá, y estemos aquí para contarlo. Un abrazo, Antonio