Ir a la playa

Semana número 5

Ir a la playa es toda una ciencia. Además de una ciencia, es un coñazo mayúsculo. El ir, me refiero. Hacer el acto de. Luego, cuando ya se está tumbado y con todo el operativo establecido, no está mal. Pero la acción y efecto de ir, como digo, es una cosa tremenda. Superlativa. Como todo el verano, para qué nos vamos a poner exquisitos. El que tiene dinero no veranea. Veranear es un verbo de pobres. Es ir alquilar una lata de sardinas en Chipiona y llevarte quince días tomando salmorejo Don Simón. Ir a la playa, no obstante todas las connotaciones sociológicas que se quieran, supone un esfuerzo logístico apabullante. Yo, que tengo por blasón y heráldica el ir siempre ligero de equipaje, me sentí desfallecer al ir a la playa acompañado por mi novia la primera vez: ¿que si tengo qué? ¿sombrilla? ¿eso no se le pone a los cócteles? ¿toalla? ¿para qué? ¿palas? ¿vamos a enterrar a alguien? Ah vale, palas de las otras. ¿¡NEVERA!? ¿Y tengo que cargar yo con eso? ¿Crema? Cuando uno es joven y está soltero va a la playa lo justo, y por supuesto, temprano. O tarde. Nunca en ese intermezzo infernal del mediodía y tras el almuerzo, que es cuando Satán se pone a mear aceite hirviendo sobre el Valle del Guadalquivir. Como es natural, va con lo puesto: bañador, camiseta -vieja, fea y estropeada-, chanclas y llaves. El método es simple: se llega, se apunta a algún claro donde mozas turgentes exhiban su lozanía al mundo, se baña, se pelotea un poco en la orilla, y se va. Simple y efectivo. Todo cambia y es perversamente complejo cuando uno se empareja y va a la playa como se va a una boda o a un cóctel: todo requiere una refinería, una estética, unas particularidades socioeconómicas, una artesanía, si me lo permiten. Una vez uno está en disposición de todos los artefactos antes mencionados, queda una cuestión, digamos, cartográfica: a qué playa ir. Esta no, que está muy fea. Uy, qué arena más sucia. Aquella no tiene bandera azul. Etcétera. Luego de esta primera decisión queda caminar bajo un sol hiperbólico en busca del lugar ideal. Hallado este, hay que hincar la sombrilla. Parece sencillo. Sólo lo parece. Es como izar una bandera: tomas posesión de tu pedazo de territorio, conquistas tus Indias Occidentales, pones ese trozo de impura arena ardiente bajo la jurisdicción del Rey Católico. Lo juro, me metí bajo la sombra creyéndome Hernán Cortés.

El efecto dura lo que tarda el trapo en menearse de un lado para otro, sin control: la sombrilla salió despedida dos veces y a la tercera casi dejo tuerto a una pobre señora que pacía a nuestro lado. El viento de levante pega fuerte sin ser el alba y yo no tenía a Trillo para narrarme aquella epopeya que estaba viviendo en mis carnes quemadas de Iniesta mortecino. Es asombroso comprobar el grado de sofisticación de las mujeres cuando van a la playa: arrastran tras de sí toda una botica que haría palidecer al mago Merlín. ¿Cuántas clases de cremas hidratantes puede haber? Casi tantas como nombres tiene Alá. Otra cosa que descubrí yendo a la playa con sombrilla es que la sombra, claro, muta. Supongo que por envidia de Guilleflán y su teoría de los hechos mutantes y los facts periodísticos que cambian según el día y la hora. Por supuesto, hay que mover todo el campamento según rote la luz solar, y durante varias fases de la jornada playera me confundí fácilmente con Khedira abarcando toda la zona ancha de nuestra posición arenosa, de aquí para allá haciendo coberturas a los laterales y orbitando alrededor del mediocentro base. Es decir, de mi novia, reina de Saba en su toalla que con voz dulce me pedía ir tras el candor del sol en pos del bronceado perfecto. Uno sucumbe graciosamente a todo esto porque en el fondo es muy divertido. En la playa puedo oír al vulgo hablando de sus cosas, apreciar matices y analizar las estrategias pedagógicas de los padres y (sobre todo) las madres gaditanas: Jozé Cahlo ven pacá y deha de dá porculo con la pelotita o te juro que voy y de caliento fuerte, te deho zolo ahí y me voy pa caza. Ir a la playa en una cala de Roche, acompañado por una mujer bellísima y disfrutando del dolce far niente fugacísimo y placentero del verano -que no veraneo- sin preocupación me reconcilió con la vida y con el calor. Tanto que no me importó volver a Chipiona, Sodoma de la suciedad y la porquería. Me daba igual, yo traía La Belleza junto a mí contenida en 1.70 de altura, una melena rubimorena y dos perlas filipinas. Pero lo que es, es. Chipiona seguía estando hecha una puta mierda.

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