Semana número 4
Ya casi no hay viejos en las puertas de las casas. Me refiero a viejos sentados ante el zaguán, en la terraza, el porche o la misma acera, tomando el fresco en verano. Pensé en ello el otro día cuando recorría Chipiona por la noche. Es la imagen que más vivamente impresiona a los que conocen Andalucía por primera vez. A la Andalucía de los pueblos, digo. La profunda sacristía que huele a cerrado, parafraseando a Machado. Hombres y mujeres, especialmente mujeres, sentados en taburetes o sillas de playa, comentando las cosas del comer y del beber mientras la gente pasa a su alrededor y la luminiscencia carcelaria de las farolas se va adueñando del cielo tras la abdicación de los colores del ocaso. Ahora uno puede caminar por las calles sin toparse con nadie pero el verano aún conserva ese rasgo voyeur que trae aparejada la calor y sus devastadoras consecuencias: abre las casas de la gente. A través de los portales abiertos uno puede, sin ofender demasiado ni parecer mirón indiscreto, asomarse a la intimidad de los hogares. Las teles encendidas presidiéndolo todo. Las panzas sin camiseta, pies descalzos sobre el mármol veteado. Hay varias cosas que definen la psique de una comunidad y una de ellas es la fisonomía de las casas, por dentro y por fuera. Lo de las teles encendidas da para pasquín o para escribir una distopía paranoica en honor a Orwell.
Todo gravita en torno a las pantallas. El hogar se dispone a su alrededor, las personas orbitan, danzan en silencio. Se pueden ver sus destellos desde la calle, por entre las rendijas de las persianas. Casi todos los paisanos están viendo lo mismo, a ciertas horas. La gente ha cambiado, al menos aquí, la costumbre del mentidero a la fresca en las noches veraniegas de calor insaciable, por el despanzurre ante el televisor. Además es una cosa como muy tediosa. Apenas se oyen conversaciones, la gente aparece tirada en el sofá o absorta en el móvil mientras en la pantalla hablan y afuera la calle observa. Nadie habla. No voy a juzgar lo bueno o lo malo que pueda haber en esto. Eso se lo dejo a los filósofos de la tradición, que son legión y más en Andalucía. Un mono puede ir desde el peñón de Gibraltar hasta el paso de Despeñaperros saltando de guardián de las esencias en guardián de las esencias sin tocar el suelo, y eso tiene un mérito incuestionable, no me digan que no. Tierra tan vasta en extensión y tan cultivada por la Historia y por las civilizaciones que pasaron por ella, y la de hijos de la endogamia que da por metro cuadrado. El verano, no obstante, transcurre por sus cauces naturales. No paran de obligarme a beber. Julio y agosto son como una exaltación continua de lo extraordinario, pero hecho ya rutina. No sé si me explico. El primer finde está muy bien. ¡Es verano, bebamos y recitemos a Khayyam! Como la canción de Extremoduro pero transformada en necesidad social perentoria. Es que es verano, hombre. Hemingway gozaría como un cabrón en estas noches de verano donde el celebrar es ya un servicio religioso y todo está lleno de ministros del hedonismo. Pero al tercer día se vuelve todo funesto, cotidiano, casi obligatorio. Reclamo desde aquí mi derecho a saltar de esta locomotora.