Se ha ido Di Stéfano, como antes se fueron Puskas y, muchos años atrás, se fue Bernabéu. Se van los pioneros, se marchita la vida, pero queda la memoria. La memoria nunca muere, porque no es mortal. El eco de lo que hicieron recorrerá el tiempo como un latigazo incontestable. Construyeron algo más que una institución deportiva icónica: levantaron un mito. Los mitos sirven, entre otras cosas, para sostenernos entre las generaciones y hacernos creer que somos algo más que la vida que vivimos. También, para conectarnos con lo trascendente y dotar a las acciones humanas de un halo legendario que las haga imperecederas. El mito es, naturalmente, ejemplo. Al contrario de lo que suelen creer los que no han ganado nunca, el relato épico no es una cosa momificada que se exhibe en un museo. Es escuela. Un madridista se reconoce a sí mismo mirando los frescos de Rafael: en su Escuela de Atenas ya está don Alfredo, el Viejo, la Saeta. Ocupando el centro de la composición, entablando un diálogo quedo con el presidente. Con el hombre que lo trajo de Millonarios frisando ya la treintena. Hoy estaría acabado, o eso le dirían los aficionados del fast-football del siglo XXI, donde los héroes duran lo que tarda en acabarse un anuncio de Nike. Alfredo Di Stéfano, como dice Loquillo en la canción, ya no es inmortal, ahora es eterno.
Crecí creyendo que no se iba a morir nunca. Que era un viejito ceñudo que siempre estaba ahí, cada verano, para darle la camiseta a la superestrella de turno. Que era, qué les voy a decir, un oráculo. La comprensión de su talla, de la dimensión hiperbólica de su figura, me vino con los años y con las ausencias. Un día le pregunté a mi abuelo por qué era tan importante que el Madrid ganara aquellos partidos que jugaba en esa cosa lejana, remotísima, que era Europa. Por qué hablaban tanto de eso, y por qué salía en todos los periódicos. Porque cuando juega el Madrid, juega España, me dijo, y no entendí muy bien qué significaba eso hasta que supe que mi abuelo, como tantos otros españoles de su tiempo, habían vivido el Madrid de Di Stéfano. Ese Madrid que rompió los muros que rodeaban a la España oscura de los 50 llevando el blanco nuclear de su hidalguía a Suiza, Alemania, Francia y Gran Bretaña, conquistando portadas de orgullosos periódicos de París con el blasón del talento y la supremacía elegante. Ha muerto Di Stéfano y al madridismo ya sólo le queda Gento como el último náufrago de su poder constituyente, el equipo del 56. Huérfana de referentes terrenales, la mitología de Concha Espina abraza ya su lado más fuerte y atractivo: el del cielo estrellado, único límite que supo ponerle la Historia a los hombres que agarraron la gloria con las manos amasando una fortuna que llegará hasta los últimos pobladores de la Tierra, quienes vivirán entre rascacielos en ruinas y combatirán en aviones ultrasónicos vistiendo bajo el uniforme la blanca con el 9 del dorsal sin nombre.