Hoy he hallado un tesoro. Estaba cavando en mitad de una isla que ya a primera vista lucía primorosa, vergel palpitante, cuando Juan Belmonte se me ha aparecido de repente y señalándome con el dedo reconocióme como uno de los suyos:
«Me junté con aquellos zagalones del puesto de agua de San Jacinto, que tenían todos la misma actitud protestataria y revolucionaria que yo. Era aquella una gente desesperada, que había roto heroicamente con todo. ¿Toreros? Ni iban a los tentaderos a lucirse, ni usaban coleta, ni se dejaban ver de los empresarios en los cafés de la calle Sierpes, ni respetaban prestigios, ni tenían padrinos, ni estaban en camino de conseguir nada práctico en la vida. Eran una gente un poco agria y cruel, que todo lo encontraba despreciable. Bombita y Machaquito eran entonces las figuras máximas del toreo; para la pandilla de San Jacinto eran dos estafermos ridículos. No teníamos más que una superstición, un verdadero mito que amorosamente habíamos elaborado: el de Antonio Montes. Lo único respetable para nosotros en la torería era aquella manera de torear que tenía Antonio Montes, de la que nos creíamos depositarios a través de unas vagas referencias. Todos nos hacíamos la ilusión de que toreábamos como toreó Montes, y con aquella convicción agredíamos implacablemente a los toreros que entonces estaban en auge.
No crea que mi incorporación a aquel grupo de anarquistas del toreo fue cosa fácil. Tenía aquella gente un orgullo satánico. Más difícil era entrar en aquel círculo de resentidos que hacerse un puesto entre los toreros diplomados. Pero yo me sentía atraído irresistiblemente por ellos y a ellos iba, a pesar de sus repulsas. ¿Qué me atraía? No sé. Acaso ese tirón hacia abajo que al comenzar la vida siente todo hombrecito orgulloso cuando quiere afirmar su personalidad y tropieza con el desdén o la hostilidad de los que son más fuertes que él y están mejor situados. Cuando la dignidad y la propia estimación le impiden a uno trepar, no queda más recurso que dejarse caer, tirarse al hondón de una actitud anarquizante. El aire altivo de aquella gente desesperada y su desdén por los valores consagrados, le vengaban a uno de las humillaciones. En definitiva, aquella actitud anarquizante tenía, por lo menos, dignidad y honradez. No conducía a nada; probablemente nos moriríamos de asco en nuestro puesto de agua, al que no iban a ir los ganaderos ni los empresarios a buscarnos, pero, ¡era tan halagador aquello de despreciar los valores aceptados, desdeñar las categorías establecidas y romper con el complicado artificio tauromáquico! ¡Nos divertía tanto abuchear y correr a los novilleritos presumidos que se atrevían a pasar por delante de nuestro puestecillo de agua!»
Manuel Chaves Nogales, Juan Belmonte, matador de toros