Irse a Yuste

Hace ya más de una semana que Juan Carlos I anunció que abdicaba. Nosotros, que somos hombres modernos engreídos por la sugestión esa que nos hace pensar que todo lo que vivimos es nuevo, terrible y chispeante, no lo sabemos. Pero la abdicación de un rey es un fenómeno repetido con cierta frecuencia en la Historia de España. Cada 150 años, más o menos, uno coge el petate y le deja el soufflé a otro. La cosa va así: Carlos I, V para el brandy -incomparable superioridad sonora, hay que decirlo- fue el primero en picar el billete, enfermo de gota y llevando consigo ya el hastío tremebundo de gobernar españoles de tantos territorios. Si ahora somos insoportables habitando una península de clase media con dos casitas en la playa, no me hago a la idea de lo que debió ser cuando teníamos yate, mansión con helipuerto en América, el 51% de las acciones de un puticlub llamado Flandes y un loft en Filipinas. En 1724 fue Felipe V el que renunció a la corona en favor de su hijo, Luis I todavía lampiño y sin haber hecho la selectividad. Lo que no se imaginaba el primero de los borbones españoles era que Luis ingresaría muy pronto en el patio de los callados: una viruela fulminante acabaría con siete meses de reinado y un matrimonio esquizofrénico. No mucho después, en 1808, España asistiría al célebre paripé de Bayona protagonizado por Napoleón y aquellos dos miserables clowns coronados con los que el poder real español se rebozó en una charca porcina: Carlos IV y Fernando VII. La cesión de la jefatura del Estado que Juan Carlos I hará efectiva la semana que viene en su hijo Felipe será la cuarta abdicación, y uno no puede evitar pensar que las estructuras orgánicas longevas desarrollan un sistema inmunológico particular que les permite concentrarse sobre sí mismos en esos momentos en que una cierta tensión de ruptura parece hacer peligrar la supervivencia de todo el edificio. Quizá sea así como perviven en el tiempo, humedeciendo los resortes del poder terrenal a base de oportunismo, conveniencia, estrategia, cálculo, azar y flexibilidad histórica. Yéndose a Yuste. Que la monarquía haya constituido la marca de uno de los Estados más antiguos del mundo civilizado durante casi todos sus 500 años de vida es un hecho que exige un análisis detenido, amplio. Con perspectiva.

La porosidad demostrada por la Corona en un país tan en apariencia volcánico puede ser una de las claves que expliquen su permanencia. España está recorrida por algunas fuerzas telúricas muy potentes. No sé si es el calor, lo áspero de su paisaje o el sedimento de la Biblia y del Corán en una tierra fermentada por Grecia y Roma. En España prácticamente nunca hubo un rey absoluto al uso de otras potencias europeas, e incluso el feudalismo apenas fue reconocible en su ortodoxia europea al convivir con larvadas formas de proto-colectivismo agrario y comunidades autónomas de raíz asamblearia dotadas a sí mismas de más fueros que el Estatuto de autonomía de Navarra. Este sarmiento de equilibrio entre poderes, este albedrío cívico, coexistencia estamental que hacía a los reyes españoles más primus inter pares que a ninguno de los otros monarcas vecinos, este sarmiento nudoso y abigarrado como digo, aún se alarga hasta nuestros días. Felipe VI será proclamado por las Cortes, no coronado. La praxis medievalista de la monarquía hispánica revela cierto grado de sujeción del jefe del Estado a otro poder no individual, ostentado por un colectivo que representa los intereses de otra mayoría. Esto, que ha sido más o menos así y que por supuesto ha oscilado con los avatares históricos de cada edad del progreso humano -que ya os veo venir con la bayoneta calada, jarfia- puede alumbrar al españolito medio que hoy duda, erguido sobre sus pies, cuando mira hacia los leones del Congreso y entre toda la bruma conceptual y el ruido de las plazas no puede intuir en qué coño va a terminar todo este quilombo en que se debate un país moralmente arruinado. Lo del ruido de las plazas da para un folletín. Ese neomarxismo de áspid que ha germinado entre la juventud ágrafa de una nación saciada de sí misma tiene en cada pequeña plaza de cada pequeño pueblo español su particular Bastilla: su coto privado de revolución, su Palacio de Invierno, su Acorazado Potemkin desde el que gritar muy fuerte la inanidad doctrinal y el sectarismo más extraordinario y grosero. Prometo tratarlo en otro momento tras el Mundial, no vaya a ser que ocurra lo inevitable. Vamos, que me vea obligado a abandonarme al primitivo neandertal que llevo dentro poniéndome a dar gritos por algo tan banal como el fútbol para bochorno y condescencencia de vosotros, que sois todos tan trascendentes y comprometidos intelectualmente.

Irse a Yuste puede ser una de esas palancas procedimentales que eximan a la Monarquía de rendir cuentas definitivamente con la Historia, postergando el final sine die como sólo logran conseguir las instituciones que están por encima del propio hombre, como la Iglesia o el Real Madrid. Modular el ejercicio de un poder del que cada rey español desde Fernando VII se sabe receptor sólo por azar histórico; fluir junto con el desarrollo circunstancial de la política y las necesidades de Estado. En ese sentido, el rey que ahora abandona el trono camino a Yuste es el paradigma mejor de la conducta táctica que abona el tránsito de la Corona por los siglos modernos españoles. Juan Carlos de Borbón acató las imposiciones coyunturales de la dictadura mientras pactaba con los comunistas un retorno sosegado a la democracia liberal parlamentaria; Juan Carlos I se retiró a una libinidosidad palaciega asegurándose un diezmo jugoso en la nueva situación general de las cosas, asentada ya su monarquía constitucional y puesta en marcha la locomotora autonómica contemporánea. Así llevó a cabo su plan, que no era otro que la propia supervivencia de la Corona en el destino de España: con una vela a Dios y con otra al Diablo, gestionando con habilidad de croupier la satisfacción razonable de todos los poderes fácticos y de los otros hasta que a los españoles se nos asó en la olla la gallina de los huevos de oro. Felipe VI reinará sobre una España ni más ni menos convulsa que la que se hallaron ante sí todos sus sucesores en la jefatura del Estado. Como el Segundo Felipe, tendrá a su padre vigilándole desde un monasterio, y quizá una amenaza interior que revista alguna gravedad según llegue o no dinero a las carteras de los españoles. Esta vez no son un puñado de herejes imprimiendo libros luteranos en Sevilla o Valladolid: la desintegración de uno de los dos partidos-nación que conforman el régimen partitocrático del parlamentarismo español recuerda demasiado a la primera vez que el PSOE se fragmentó dramáticamente en 1936, absorbidas sus bases por la pujanza del comunismo. Entonces se abrieron de par en par las puertas del templo de la guerra, y todo se escurrió por el sumidero de la Historia.

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