Ya no era la Décima, ni la Historia, ni tampoco la Leyenda. Ni el Mito, ni ninguna de todas esas grandes palabras que siempre empiezan con una mayúscula. Lo que perseguía el madridismo desde hace una década era otra cosa: vivir ese momento en que miras de frente a Dios. Ese espacio de tiempo, minúsculo, brevísimo, partícula fugaz en la línea tridimensional de las cosas del Universo, en que le hincas la lanza en el pecho al dragón y de su boca sale un fuego terrible y purificador y sin embargo no te quema. Y durante ese instante de lujuria salvaje sobrevuelas Tokio en un DC10 el mundo te pertenece, eres uno y trino con el destino y una alegría cósmica, arcana, vieja como la sangre, brota en torbellino desde las entrañas invadiendo cada terminación nerviosa de cada músculo de tu cuerpo. Luego, después, más tarde, llegan las sensaciones, y las piezas van encajando en su sitio con la naturalidad de la victoria desmedida que comienza a entrar en el embudo que le damos a todas las historias para poder comprenderlas con sencillez. Es lo que llamamos el relato. La Décima. Pero debajo del Santo Grial se escondía la ansiedad cavernícola por conquistar, por morder la luz, y eso es lo que llevaba empujando al madridismo desde aquella lluviosa tarde de San Isidro en Glasgow en 2002. El Madrid, que no era un equipo de 20 tíos ni 70 mil notas con y sin entrada en Lisboa sino que fue más que nunca una legión etérea que abarcaba toda la tierra conocida desde Algeciras a Estambul, se plantó en Da Luz a cazar dragones y el impulso vital de esta nación sin Estado arrolló a la tribu de sioux dementes que acampó en medio del campo del Benfica.
Pero qué cerca estuvieron esos sioux de aniquilar al Décimo de Caballería. El Atlético jugó una final heroica, a la altura de la competición más grande que el hombre ha imaginado. Delante del campamento se alzaron Godín y Miranda como dos mamuts enfurecidos, poseídos de una determinación sobrenatural: por aquí no pasa ni Dios. Y no pasó nadie por más que el Madrid terminó derramándose sobre el área de Courtouis en los últimos 35 minutos de puro y agónico cerco sin retorno. Tras la lesión de Costa en el minuto 10, todos comprendimos, y Simeone el primero, que el Atlético de Madrid tenía la Copa de Europa en las cabezas de sus dos centrales. Amarrando al Madrid en tres cuartos de campo, la Mara del Cholo metió a Benzema en una jaula, ató a Bale a un pitbull como hacían en la Edad Media con los osos en los circos, y excluyó del juego a Ronaldo. Parece frívolo decirlo así pero el Atlético lo apartó del flujo del partido, de donde sucedían las cosas, y precisamente anuló de la ecuación la posibilidad de que sucedieran cosas. El Madrid dominó sin sustancia ni fundamento un partido en el que la ausencia de Alonso enviudó a Modric: las ventajas que la constante movilidad de Luka creaban en el círculo central dejaban siempre solo a Khedira con 10 metros de pradera lisboeta por delante. Justo lo que Simeone pretendía: que el madridista menos capaz de violar el laberíntico muro de Godín, Miranda, Filipe, Juanfran, Koke, Thiago y Gabi y Raúl García, fuera el encargado de descifrar el camino. La entrada de Adrián por Costa no alteró un sistema férreo en el que los dos delanteros asturianos eran meros peones de brega en la presión a Varane y Ramos.
Y en un córner propio, el Atlético encontró la pepita de oro. Dos minutos antes Bale había terminado su único eslalom definiendo delante de Courtois como atenazado por el miedo a la Historia. Acto seguido el Atleti ganó la segunda jugada del saque de esquina y la pelota llovió en parábola sobre el punto de penalty: Godín peinó con la coronilla y Casillas murió a media salida, su pecado original. Parecía un guión encorsetado por una intención moral tan típico de los norteamericanos: el crimen de los 19 años, el juego aéreo que Casillas nunca se preocupó por mejorar, devolvía de golpe, 12 años después, los grilletes al héroe: rey en Glasgow, condenado en Lisboa. Así jugó el Madrid hasta la entrada de Marcelo e Isco: oprimido por la letanía de los libros antiguos. Al 60 Ancelotti no esperó más. El Atlético ya había renunciado al área madridista, a pesar de que Thiago, un descarte de Mourinho, de la Juve y de todo el balompié internacional -paradigma de este Atlético, grupo ganador hecho de jirones, residuos de la élite, chatarra inútil de la alta sociedad rebelados de golpe ante la oportunidad de sus vidas- escamoteaba el balón y los esfuerzos del rival. El Madrid necesitaba las ventajas de los orfebres. Marcelo fue como un pinchazo de adrenalina para Di María, y Alarcón empezó a sacar humo de la lámpara mágica que hasta ese momento Modric había paseado como un fantasma por el césped de Da Luz. Activaron los carriles, Ramos y Varane se quedaron a vivir en el campo atlético y el Madrid se abalanzó definitivamente sobre su destino. Alrededor de Courtois se arracimaron diez tíos vestidos de rojiblanco, un bloque abigarrado, impenetrable, oscuro como la mirada de los madridistas del fondo de Da Luz a los que empezaba a envolver la amargura de la derrota más dura de todas las derrotas que en el mundo se hubieran dado. A pesar de Odín, a pesar de la insistencia carnívora de Ronaldo, de Bale, de Benzema y luego Morata, los sioux no cedían y tuvo que ser en el 93 cuando Ramos entró en el firmamento de los ungidos.
Hasta el mes de abril, la temporada de Sergio Ramos estaba transitando entre la pena, el asco y el descrédito. Desde la eliminatoria contra el Borussia, juega en estado febril. Es un jugador pirolítico. La Historia recordará sus dos partidos, en Munich y en Lisboa, como dos días memorables, inmarcesibles. Ramos apareció en el momento más crítico con todo el aplomo y la gallardía que antes, casi siempre, le habían faltado para conseguir lo que, de hecho, logró el sábado: volar por encima de todos los gigantes y sentarse en el trono de Fernando Hierro o Paolo Maldini, esos arquetipos con los que siempre se le comparó de forma excesiva. Ramos remató el córner perfecto. Fue el primero que no sacó Di María, que parecía al borde de la muerte. Modric, como en el Allianz, dibujó una geometría que sólo él vio, porque seguramente la habría soñado ya en alguna de esas noches de su infancia cuando bombardeaban Croacia y a él se le aparecían toreros andaluces brillando más allá de Orión. Todavía no sé cómo a los autómatas de Simeone se les pudo escapar Ramos, pero el hecho cierto, la verdad que ya nadie nunca podrá borrar, es que Ramos se zafó hasta de sí mismo y marcó los tiempos del remate de cabeza canónico, académico, del más perfecto gol marcado con la cabeza que se puede recordar desde Santillana o alguna de esas figuras en blanco y negro que salían en los álbumes que coleccionábamos de chicos. Tras el gol, Da Luz entera se volcó sobre el fondo madridista. Pudo notarse un temblor sísmico, un maremoto abatiéndose sobre Lisboa: era el madridismo saltando sobre los tres palos del arco de Courtois. El Atlético, esclavo de su tiránico esfuerzo, apenas pudo sobrevivir a la primera parte de la prórroga. En la segunda, Bale entonó el peán de la victoria y Florentino ya puede colgarse la corona de olivo que se ponían los estrategos en Grecia cuando ganaban las grandes batallas. Luego llegarían el tercero y el cuarto, y el apocalipsis se hizo dueño del estado de ánimo de toda la grey del señor. Los caminantes blancos zarparon desde el Atlántico lisboeta hasta los cuatro puntos cardinales, llevando las cuatro palabras que abrirán para siempre la cueva vikinga de Alí Babá: Hemos ganado la Décima