Rigor mortis

El fútbol es una feria continua del tópico. El lugar común, la frase hecha, el sintagma recurrente, la simpleza, en suma, abonan constantemente el lenguaje balompédico. Desde el de los profesionales hasta el de los sencillos aficionados, que repiten en la barra del bar las frivolidades gramaticales o las estupideces más inanes que oyen de boca de los protagonistas del circo. De los suyos y de los otros. No hay apenas excepciones. Por supuesto, el periodismo ejerce de catalizador de todo esto. Propaga, vaporiza y licúa ese lenguaje residual y paupérrimo del que viven a diario, y que tanto futbolistas como hinchas absorben a fuer de leer periódicos, escuchar programas de radio o ver tertulias. Una de las cimas de esta verbalización lánguida del fútbol es la actitud. «Faltó actitud», dicen las crónicas. «Se tocaron los cojones», gruñe la plebe. «No le echaron huevos», asume resignado el triste analista de Twitter, Facebook o cola de la caja de Mercadona. La actitud. ¿Qué coño es la actitud? «El Madrid no tuvo actitud ayer», como si esa cosa porosa, ese ente ingrávido que sobrevuela los estadios fuese algo palpable o que se manejase a voluntad. ¿Quién puede delimitar la actitud? Actitud e intensidad son varias gradaciones de una misma cosa: el ánimo colectivo de un grupo. Entre la desidia y el esfuerzo conservador hay escalas, modulaciones de la conducta, y, naturalmente, un abismo. Si el Madrid hubiese ganado al Valencia el domingo pasado, es muy probable que desde Ancelotti hasta los tocados o recién recuperados (como Khedira o Arbeloa) hubieran asumido riesgos en la evidente caza del título. Pero el cuervo de tres ojos dejó de estar a la vista de este equipo con el gol de Parejo en el Bernabéu, y más aún, desde el Pizjuán, su vuelo era visible pero cada día más inasible, y el análisis que prescinda de  estos factores quedará tullido de una pierna. O de las dos. El Madrid no tiró la Liga: sencillamente, esta semana la compitió con la gasolina en reserva.

Ancelotti compuso un bloque serio con los retales que le fueron quedando. Ni Varane, ni Pepe, ni Carvajal; tampoco Di María, ni los tres velociraptors del volcán asimétrico ofensivo de Carletto. Con tal parte de bajas, Arbeloa y Khedira cayeron sobre el equipo como dos gotas de maná en mitad del desierto. Suyos fueron el carril derecho: acompañando a Arbeloa formaron Nacho, Ramos y Marcelo, y junto a Khedira, Alonso y Casemiro se desplegaron en testudo sobre el soleado prado vigués. Morata, Isco y Modric aleteaban por delante pero nunca picaron como las abejas. El Celta disputó fuerte cada centímetro del centro del campo, y la primera parte quedó secuestrada entre el empeño estéril de los madridistas por domar el tempo del juego y el ímpetu local por romper la parsimonia visitante. Con ese ritmo anodino, con ese pragmatismo sucio que induce al sopor de la siesta veraniega, el Madrid pretendió bloquear las salidas rápidas de Rafinha, Charles, Nolito, Orellana y Krohn-Deli, jugadores todos muy técnicos y violentos con el balón controlado. Violentos, quiero decir, en su acepción más sport: son jugadores hábiles que no rehúyen la refriega con los centrales, que no retiran la pierna y que necesitan pocos toques para construir una pequeña tragedia en el área del adversario. Así murió el Madrid. Rondando el minuto 40, Ramos tuvo un dèja vu de su antiguo y epiléptico ser. El otro yo, el viejo yo de siempre, el superyo de Ramos poseyó el cuerpo del capitán madridista y una pelota tranquila que le llegó cuando era el último hombre de su equipo se convirtió de pronto en un estrépito de loza rota. Ramos intentó una media verónica y Charles le empitonó por la cintura, sin sangre. El árbitro dejó seguir y Balaídos festejó iracundo que el Madrid ya no estaba en la Liga.

Toda la segunda mitad fue un funeral de Estado. Con el Real Madrid de cuerpo presente, Luis Enrique se hizo cargo de adecentar la capilla ardiente con un gusto muy clásico. Se nota que pertenece al añejo antimadridismo de siempre, al de antes, al de toda la vida. Ese estilo celtíbero se pudo admirar en el color de las cortinas, en el sencillo y sobrio roble del ataúd y en los hombres de negro fumando en la puerta mientras las mujeres hablan de sus cosas delante del muerto. El Madrid se fue desquiciando progresivamente delante de Sergio, el portero del Celta, que sacó tres o cuatro manos de gran mérito. Nadie puede argüir aquello de la «actitud»: el Madrid peleó con la dignidad de Omar Little tirándose por el balcón antes de morir baleado por tres sicarios. Lisboa es la luna que regula las mareas de este equipo, y resulta casi inhumano pedirle a Ancelotti que sea de otra manera. Si el Madrid no hubiese perdido ante Barcelona y Sevilla, es bastante probable que a 3 jornadas del final fuese campeón de Liga. El triplete, entonces, sería una realidad tangible. Pero el triplete, jóvenes muchachos, es una entelequia moderna. Una exigencia contemporánea, algo ajeno a la concepción antigua del deporte profesional que nos trajo Guardiola en 2009 y que luego repitieron Mourinho con el Inter y Heycknes con el Bayern y a todos nos pareció algo consuetudinario. Pero para ceñirse la triple corona hay que manufacturar la Liga en marzo y fue ahí cuando el Madrid padeció su última crisis de ansiedad: quién sabe si de no ocurrir aquello este equipo, este mismo grupo inestable y necesitado de imponderables, hubiera ganado en Munich como lo hizo. La Historia no admite retrospectivas especulatorias. Sin embargo, a esta generación aún le queda un partido de trascendencia universal, que ya aborda la luz del nuevo día con la carga fulminante de la tinta con la que se escribe el futuro. Lisboa será uno de esos días que justifican toda una vida.

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