La flor de mi señorita

En Valladolid hace mucho frío. O eso dicen, porque yo no he estado nunca. Pienso en Valladolid y la única imagen que se me viene a la cabeza es la del estadio José Zorrilla, por lo que la ciudad se me figura como él: grande, desangelada y poco estimulante. Si hay partidos que transmitan poco, sin duda, son los Madrid-Valladolid y viceversa. Cuando se despertó, el Valladolid-Real Madrid seguía allí. Y así siempre. El José Zorilla, no obstante, guarda uno de los recuerdos más hermosos a la par que fútiles de nuestra adolescencia madridista: la ruleta fallida de Zidane. Fue el annus horribilis de Queiroz, cuando aún éramos jóvenes, bellos, inconscientes. Zidane fue sorteando rivales metiéndole paredes inverosímiles a Ronaldo entre las piernas de los defensores. El gordo genial se las iba devolviendo todas al primer toque, pam, pam, pam, hasta que el franciscano de Marsella giró 180 grados sobre el eje rotatorio de su leyenda y a puerta vacía mandó el balón medio metro por encima del larguero. Diez años después podemos decir que en aquella jugada estaba dibujado el destino de aquel Madrid fastuoso que al final se quedó en fuegos de artificio. El partido de anoche no tuvo nada de grandeza, por supuesto. El Madrid llegó urgido por una Liga escurridiza y ungido por la misión sacramental de Lisboa, que ya lo acapara todo, ocupa todo el espacio vital del madridismo, abarca urbi et orbe el deseo, los sueños y las pesadillas de cada uno de los hijos de Israel.

Varane, Carvajal y Bale se cayeron a última hora de la convocatoria, y Ancelotti lo puso todo encima de la mesa: all in, que nadie diga que no lo intentamos. Isco relevó al dragón galés en uno de esos partidos a priori feos donde se intuye que su viveza fantástica termina diluyéndose en las patadas de los contrarios. Sin embargo, acabó siendo de los mejores. El ya canonizado 4-4-2 se esbozó sobre la maleza vallisoletana con una configuración extraña: Di María demasiado disperso por la derecha, Alarcón metido hacia el centro y Coentrao transitando la vereda de Benzema. No le dio tiempo a atascarse al Madrid porque Ronaldo pidió el cambio a los 5 minutos. Ocurrió justo después de quedar tendido en el suelo al intentar reinventar la física atravesando 3 rivales al mismo tiempo, como trinchándolos con un espeto. La imagen del héroe abandonando el césped por propia voluntad, quejándose amargamente, y además tan pronto, causó un hondo impacto entre las multitudes. En el campamento aqueo resonó un negro lamento: han abatido a Aquiles. ¿Qué va a ser de nosotros? ¿Quién hará caer Troya? Debió ser lo mismo que sintieron los ingleses al evacuar Dunkerque. Salió por él Morata, con su frenesí habitual y con su típica retahíla de desgracias tragicómicas. El partido se fugó entonces a una dimensión opaca, inalienable, se emancipó del espectador o más bien fue el espectador el que se evadió de un enfrentamiento caótico, digno del mejor calcio medieval italiano.  El Valladolid pretendía encajar al Madrid sobre Casillas mediante ráfagas alternas de intensidad con poco acierto. Javi Guerra cabeceó ligeramente fuera un contragolpe académico que su equipo cargó sobre la espalda de Nacho y del Madrid apenas se tenían señales. Alonso, Modric, Isco y Di María tropezaban entre sí, el balón botaba como si fuera de Nivea, los pelotazos desde Peperamos al frente de ataque aumentaron en frecuencia e imprecisión, y todo fue una nebulosa aburrida hasta que a Benzema le pitaron una falta peligrosa en la frontal del área local.

Ausentes Ronaldo y Bale, Ramos asumió el encargo de chutarla. La metió con una maravillosa comba que quizá el portero pudo haber despejado de no tener una mano hecha de manteca. Sergio Ramos lleva desde el partido de Dortmund como poseído por un impulso sobrenatural. Es el Rey Midas de este Madrid de Ancelotti: todo lo que toca se hace de oro. De repente se ha serenado, juega con una naturalidad desconocida, con una seguridad inaudita. Distinguido siempre por ser un futbolista inestable, imprevisible, inclinado al desequilibrio emocional y proclive a las frivolidades más estúpidas, cualquiera diría que en su lugar está jugando un impostor con una careta. Es probable que lo de este Sergio Ramos adulto y consciente sea sólo flor de abril y mayo, o todo esto forme parte de una campaña de marketing de la HBO para anunciar la 4ª temporada de Juego de Tronos y el pequeño de los Stark lo esté manejando por telekinesia, como a Hodor. Sea como fuere, con el 0-1 el Madrid se dejó llevar meciéndose entre Modric, Isco y Benzema, quienes no generaban ocasiones de gol pero mantenían el juego en una pax augusta pasándose el balón con seguridad y acaparándolo el tiempo necesario para mantener al Valladolid corriendo tras los de naranja. Hasta que Carletto quitó del campo a 2 de esos 3 jugadores. Entraron Marcelo e Illarramendi, y como intención teórica estaba muy bien: conducir el partido hacia un sopor inofensivo, apatrullar la ciudad. En la práctica estos dos jugadores son ahora mismo futbolistas sin seguridad en sí mismos, torpedeados en su línea de flotación. Uno porque todavía tiene terrores nocturnos pensando en Klopp y el otro porque ha decidido vivir su última etapa en el Madrid como una vaca pastando que mira pasar los trenes. El trainspotting de Marcelo duele cada día menos y enerva cada vez más. El Valladolid arrinconó al Madrid durante 5 minutos mediante el ancestral rito del apedreamiento masivo, y en un córner mal defendido Osorio marchitó la flor de la Liga madridista con un inapelable cabezazo. Hincó la rodilla el Madrid, terminando en el corazón de Castilla una Liga irregular, que pudo ganarse con el arreón de enero a marzo, cuando el Real fue Armstrong subiendo el Tourmalet. Pero menos mal que nos queda Portugal.

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