No paro de escuchar a portavoces de la Junta, y a la misma presidenta, hablar acerca de planes estratégicos de empleo. Susana Díaz quiere, pide y promete grandes soluciones taumatúrgicas: “regeneración laboral paliativa” podría llamarse esa suerte de planificación de emergencia a la que se alude desde San Telmo para inyectar esperanza a una población asolada por las estadísticas. Más o menos la mitad de los andaluces en edad de trabajar no lo hacen. Una sociedad así, simplemente, no puede sostenerse. A pesar de que quienes no viven aquí elucubran explicaciones generales acerca de este problema, vagas e inconclusas, la realidad de la cuestión precisa un análisis muy fino que alcance las causas verdaderas o al menos orille los tópicos tan manidos en los que se refugia el acercamiento superficial al drama del trabajo en Andalucía. Susana Díaz habla, y no cesa, de la necesidad de una gran inversión, de una mastodóntica inyección financiera que alivie la tragedia de la región más poblada de la península. Sin embargo, Andalucía viene recibiendo ingentes cantidades de dinero desde hace décadas. Fondos dedicados a la cohesión social, ese sintagma tan abstracto y que a nada obliga. Millones de pesetas y ahora euros que llovían sobre la comunidad menos desarrollada industrialmente como el maná destinado a equilibrar desajustes seculares y despegar Andalucía del campo: hacerla viable en una Europa competitiva, convertirla en un granero de algo más que votos socialistas. Dibujarla, en suma, como una tierra fecunda capaz de erigirse algún día -remotísimo, visto ahora con la perspectiva del tiempo- en motor de la España emergente con la que soñábamos.
Yo puedo hablar de todo eso sin que la crisis me enturbie el juicio. Casi 4 décadas de autogobierno no han traído aquí más progreso que el minimum lógicamente exigible a un territorio que se mueve dentro de un país cuyos resortes de poder avanzaron desde una dictadura cuasi autárquica hacia una democracia liberal inscrita en el circuito de la Europa occidental de finales del siglo XX. No más, tampoco menos. Andalucía es un territorio anclado en un caciquismo transversal de corte moderno pero cuya factura es irremediablemente antigua. Su fragancia es la misma que el del viejo sistema paternalista y feudal que dominaba amplias zonas de España durante el siglo XIX. La fotografía, el instante, es idéntico: sólo que ahora el acceso a la cúspide se hace mediante dura y larga oposición dentro de un partido político. La estructura clientelar atraviesa ayuntamientos, diputaciones, mancomunidades y empresas públicas en una jerarquía marcadamente piramidal. Todo nace en Sevilla, se cuece en la olla de pocos kilómetros que abarca la Ronda de Capuchinos, donde se ubica el Parlamento, y el Paseo de las Delicias, allí donde está levantada la magnífica portada barroca, tan andaluza, tan labrada, tan sobrecargada de elementos y retruécanos marmóreos, del Palacio de San Telmo, sede del gobierno autónomo de Andalucía.
Para quienes habitan este espacio opaco, lleno de recovecos y ángulos muertos, morada habitual de pelotas, sátrapas, saltimbanquis de la cuerda y advenedizos sin ningún tipo de pudor y escrúpulo alguno, un 40, un 50 por ciento de la población activa de Andalucía sin nada que hacer cada mañana a las 8 no significa más que una estadística. Un número, una cifra molesta, un dato que utilizar como estilete contra el que se sienta en el escaño de enfrente o, verbigracia, una maravillosa oportunidad. Un 40, o un 50 por ciento de gente sin ingresos con los que alimentar a su familia también es una bolsa gigantesca de potenciales votantes a los que azuzar con migajas para que acaben tirándose de cabeza al depósito de gasolina electoral con el que funciona IU, PSOE o PP en Andalucía. Entra aquí la maravillosa concupiscencia de todos esos secretarios, subsecretarios, delegados del gobierno, coordinadores generales, convergentes todos en un mismo punto: reduzcamos todo plan general de empleo a una sola idea, táctica infalible, implacable lógica partitocrática destinada a la supervivencia de un modo de satrapía tan eficaz en tanto en cuanto usurpa el mecano de la propia democracia para su sustento y viveza. Démosle 500 euros mensuales durante 4, 5, o 6 meses a cada uno de todos esos jóvenes entre 16 y 20 años que no acabaron la ESO mediante la fórmula, administrativamente perfecta, abracadabrantemente mágica, de la “escuela-taller” descrita en los boletines oficiales del Estado como lugares donde reciclar gente inválida para el beneficio común de la sociedad y materializada en la terca realidad cotidiana como aulas de esparcimiento donde el 60% de los que comparten generación conmigo tocábanse las pelotas a dos manos por 7 euros la hora pagadas del erario público. Y esto ocurría en los felices años 2000. Otro día les iré detallando cómo ha ido evolucionando todo ahora que nos acercamos a Burundi, impasible el ademán.