Ir al fútbol

Ir al fútbol. Reconozco que en esto me falta práctica. Ir al fútbol es como una socialización masiva, a lo basto. También es un ritual. Ayer fui a ver un partido de Segunda división B, traicionándome a mí mismo y a mis propias reglas autoimpuestas con las que intento evitar congregaciones multitudinarias y espectáculos dionisíacos. Y el infrafútbol. Pero qué coño, hay que verlo todo y vivirlo casi todo. Fui al Tartiere a ver un Oviedo-Sporting B y me mantuve alerta como el que está atravesando la selva a machetazos o el barrio de Los Pajaritos a la altura del tanatorio en la S30. El Tartiere es un estadio cinco estrellas Platini en cuyo techo se crían malvas del tamaño de Andrés Iniesta.

Uno va bajando las escalinatas que conectan la ciudad con la olla mordoriana a los pies del Naranco en donde han desterrado al Oviedo y sólo tiene que liberar la imaginación. A uno de aquellos matojos le pones una camiseta azulgrana y en La Masía te lo convalidan por un niño de once años. Carne fresca. Pescaditos, pescaditos, y Morgan Freeman aceptando apuestas sobre cuál de aquellos Fábregas romperá antes a llorar revelando alguna debilidad intolerable en la cárcel del tikinaccio: el alto aquel con cara de cabrón acabará confesándole a Las Niñas que le gusta chutar desde fuera del área. No jodas. Sí. Vale. 20 euros. Voy.

Bajaba rodeando el Tartiere y crecía la peregrinación de fieles envueltos en azul en torno a las taquillas, en una fanzone improvisada, junto a los mazacotes de hormigón de los pilares. La gente bebía asturianía donde todas las aficiones del mundo aquilatan la cogorza con whisky, ron o ginebra barata, y aquí los oviedistas incluso escanciaban la sidra en familia como si estuvieran en la cuesta de Gascona. Con sus cubetas llenas de vidrios verdes y sus vasos anchos, esos que tanto me gusta ver de ginebra hasta el borde, creí observar cómo un paisano convidaba a sidra a dos policías nacionales. La gente en Asturias nace echando raíces en la tierra, y no es una metáfora. Conozco muchos lugares apegados al terruño con un fervor talibán con verdadero nacionalismo aldeano, pero el asturianismo es otra cosa. Esta gente somatiza la caída de alguno de sus viejos robles, y se golpea el pecho reclamando la circunscripción de su espacio natural con la misma fuerza con que las olas rompen en las playas del Cantábrico. Siente físicamente el suelo que pisan, en el que crían a sus hijos y entierran a sus muertos. Los asturianos tienen tan interiorizado ese orgullo comunitario que antes de ir al fútbol se emborrachan, por supuesto, de sidra.

Huelga comentar que sólo conocía un jugador del Oviedo, Cervero, al que al final del match, en medio del bochorno general, los tres orangutanes azules que se me pusieron delante terminaron llamándolo Cervecero. Jé, Europa bajo el signo del hate. La web 2.0 expande modos y costumbres, y la gente acaba por mimetizar hasta el odio. Qué década, macho.

El Sporting B era una excursión de chavales de Gijón más un negro. Del player nigro hablaré más adelante. El Oviedo es una institución tan histórica como desgraciada. Me molesta un poco el uso del adjetivo histórico como recurso manoseadísimo para describir a un club deportivo de rancio abolengo, como si para ubicarle en el sitio que le corresponde del imaginario colectivo hubiera que acudir a la estantería de los tan cargantes lugares comunes. Odio los lugares comunes pero aquí voy a dejar ese lamentable histórico porque estoy cansado, he comido mal, dormido menos y llevo ocho horas sin salir de un tren. Hablábamos del Oviedo. El Oviedo estuvo a punto de desaparecer hace un par de años, y antes también, y por su directiva han pasado cohortes de facinerosos, ladrones sin guante blanco y todo tipo de fulanos de escasos escrúpulos que precipitaron al club hacia un vórtice sideral de vergüenza ajena, corrupción bochorno administrativo y muerte de toda esperanza.

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Tras rebotar por todos los rincones del desván del fútbol español y ser abandonado a la buena de Dios como a la chatarra de la MIR flotando sobre la Tierra, el Oviedo danzó delante de los cuervos de la muerte y salió del coma gracias a la aparición mariana del millonario mexicano Carlos Slim. Aterrizó en Oviedo cuando el oviedismo de los siete reinos dejaba sus huchas temblando con una masiva a la par que emotiva suscripción popular. Slim vino, tiró un fajo de billetes desde la ventanilla del jet y se fue diciendo gestiónenme bien esta vaina, güeys.

No sé lo que ocurrirá con la pasta, pero en el césped el Oviedo es una banda de tullidos en la que destaca un chaval espigado, elegante, exquisito en la conducción y con maneras de torero clásico. Lleva el 9 pero se mueve como una tarántula en la media punta. Lo demás es morralla. Para una vez que me atrevo a ver al Oviedo, llega el Sporting B y bostezando les mete 4. El 4, precisamente, terrible zaguero local, terrible en el sentido canónico de la palabra, malo como una venérea, regaló los dos primeros y se llevó una pitada del respetable al ser sustituido que a mí me haría replantearme el sentido de mi vida.

El player nigro al que antes me refería cumplía los estándares mínimos del arquetipo balompédico africano: feo, fuerte y formal. Metió el tercer gol manejando la zurda como un kalashnikov, y yo me partí el culo recordando el vídeo aquel famoso del mono en medio de un claro de algún bosque tropical del Congo al que tres guerrilleros prestan un fusil para echarse unas risas. La defensa del Oviedo eran los milicianos centroafricanos y el player nigro, el mono, pero que nadie me quiera cazar en el cepo del racismo porque lo digo con una evidente intención peyorativa hacia los defensores locales. Ya me habéis hecho explicar el chiste, cabrones.

Como digo, en la fila de delante había tres tipos engorilados que se comunicaban entre sí mediante gemidos, aspavientos y un código verbal que creí identificar como latín altomedieval. No parecían demasiado enfurecidos por el lamentable espectáculo que estaba ofreciendo el Oviedo ante los cachorros de El Rival. Yo no lo creía, pero cualquier cosa roja y blanca que se acerque no ya al Tartiere, sino al perímetro defensivo de la ciudad de Oviedo, a su lebensraum, es odiado con sádica iracundia, vituperado hasta el extremo. Oviedo y Gijón están separados por una carretera que se tarda en recorrer apenas veinte minutos, pero parece como si se abriera entre ellos el estrecho de los Dardanelos. En Oviedo, Europa, Grecia, la Civilización, el Orden; en Gijón, Asia, Turquía, la Aldea, lo Oscuro. Esa otredad es fascinante para el que viene de fuera, como yo, pero no me hizo falta más que sentarme en la tribuna del Tartiere para comprobar que aquello con más fuego podía ser Faluya.

En un fondo animaban los ultras locales con verdadera pasión genuina. Eso, o fingían de puta madre. Creo que algo de artificio se adivinaba ahí, en esos cánticos compuestos por lustros de negrura espiritual. En el flamear de las banderolas. Algo de impostura latía en eso, sí, no puede ser otra cosa, porque pensémoslo bien. Quién coño aguanta tantos años viviendo en la nada más absoluta. O aún peor, en una chabola hecha con cartones del DIA en medio del jodido vacío. Hay que estar muerto por dentro o mentir y asumir esa mentira como única forma de volver a ponerte la camiseta azul cada domingo sin que se te caigan los cojones al suelo. A estas pobres criaturas se les han ensanchado las tragaderas.

Fíjate cómo estará el Oviedo que ni hizo falta que aquellos tres paisanos siguieran insultando. Marcaron los azules el 1-3 y el más grande -y más calvo- de los tres se levantó agitándose rabioso contra su propia grada: ¡no lo celebréis, qué vergüenza! Se fueron con el 1-4 ríos enteros de gente subiendo por los vomitorios hacia la calle, y nunca sentí que vomitorio significase tanto y estuviese tan bien inventada esa palabra como entonces. La gente salía del Tartiere vomitada hacia Oviedo, y ni enfadados estaban. Qué bochorno, colega.

3 Comentarios

  1. «Odio los lugares comunes» «en Gijón, Asia, Turquía, la Aldea, lo Oscuro.»

    Gracias por contribuir a perpetuar el rancio «lugar común» del Gijón Aldeano. La próxima vez que vengas por Asturias te invito a ir al Teatro Jovellanos (que no es el Campoamor, pero para haber sido fundado en 1899 no está mal) la Casa Natal de Jovellanos (Ministro de Gracia y Justicia, pero siendo de Sevilla tal vez te suene por haber sido allí alcalde del crimen) , o a los museos de Nicanor Piñole o Evaristo Valle, o las Termas Romanas, donde hay una estatua del Emperador Octavio Augusto. Porque a Gijón también llego «Europa, La Civilización» y el esplendor del Imperio Romano.

    De visitar la Universidad Laboral ya no digo nada, no sea que te impresione saber que en Gijón hay un edificio comparable al Monasterio de El Escorial (de hecho es más grande que el Monasterio de El Escorial)

    1. Compruebo que he fracasado en el intento de transmitir ironía con este texto. Esa imagen que usted ha destacado está escrita con una evidente intención socarrona, querido amigo. Conozco Gijón y he estado en la Laboral, como se conoce popularmente, y sí, me impresionó mucho la ciudad y los lugares que usted comenta, por ser un sitio al que gustaría de volver más veces.

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