Tenían que haber puesto por megafonía la banda sonora de Carros de Fuego. No estuvo rápido el encargado. Quizá no le dio tiempo. También se le escapó a varios cámaras. Lo perdieron de vista por unos segundos. Se salió, literalmente, del campo y del plano. Rompió la barrera del sonido, y no sólo esa: pulverizó la del miedo. Gareth Bale salió disparado desde Cabo Cañaveral como la cápsula de acero del Gun Club con la que Impey Barbicane y Michel Ardan pretendieron conquistar la Luna. Su recorrida memorable del minuto 84 contiene todos los elementos alegóricos necesarios para explicar el Madrid a las generaciones futuras: un fulano de blanco al que se le suben tres orcos a la joroba y que avanza imparable como un gigante con toda Liliput cosida a sus talones. Bale se adentró en lo más profundo de la más oscura sima imaginada por Julio Verne y alumbró un mundo nuevo con un fogonazo de luz primigenia. Llevó la zarza ardiendo hasta la portería de Pinto mientras Bartra, y más atrás el Tata, y más lejos todavía, Guardiola en su adosado tirolés de Der Moralenjën de Münich, miraban espantados como sólo se puede mirar de frente a la muerte. O al ángel exterminador que porta la espada de la justicia. El dragón galés surcó la noche de los mortales como la Sputnik, y como aquel primer envite del hombre con el espacio exterior, generó de pronto, entre los millones de espectadores que no respiraron tras su cabalgada, cientos de miles de nuevos fieles que ya se han hecho del Madrid tan sólo para poder sentir el viento cortando en la cara cuando uno corre hacia la luz. Como Bale.
Fue el penúltimo acto de una final mayúscula. Luego vino uno de esos prodigios que suelen terminar mal para el Madrid del siglo XXI: alguien, no sé si Messi, Xavi o Iniesta -a esas alturas yo ya estaba enganchado a la lámpara del salón, como un spider monkey alborotado en su jaula del zoo- filtró un pase entre las siete torres de Ancelotti. Otro jugador culé, al que tampoco identifico todavía ni falta que me hace porque para mí son todos el mismo replicante metroymedio con imanes en las botas, hurtó el pase por entre sus piernas y tanto Pepe como Ramos y Carvajal se tragaron el anzuelo. La bola le quedó a Neymar en el punto de penalty, tan franca, tan delicada, tan extraordinaria para la ejecución y el empate que a Casillas no le dio tiempo más que de agitarse delante suya con desesperación alucinada. El remate golpeó en el poste. Para mi asombro, no rebotó en Coentrao y entró por la escuadra; ni tan siquiera rozó en algún tacón madridista que ahogándose por despejar hubiese brindado el rechace otra vez a Neymar. Nada de eso. Cruzó el área chica tan rauda como salió de la bota del brasileño y Casillas la atrapó con algo de incredulidad. Algo está cambiando, los dioses han dejado de estar enfadados con nosotros. ¿Nos habrán perdonado ya la arrogancia de haber ganado tanto en apenas 50 años? Con oficio de tonadillera vieja y resabiada, Casillas corrió a besar el palo, agradeciéndole la gentileza, y con eso ganó medio minuto que permitió respirar a media España y dejó reposar el chasco a los malos. Se cerró el partido: teníamos la certeza de que después de esa aparición mariana el Madrid tenía la final en el bolsillo.
Fue un partido ejecutado con maestría. La virtud de Carletto como estratega de altura estaba en entredicho por los dos peores partidos de su Madrid, graciosamente coincidentes con los dos enfrentamientos previos con el Barcelona. Pero Ancelotti es un hombre que ha ganado toda clase de títulos nacionales e internacionales alternando la gestión de vestuarios de variado pelaje y las intrigas palaciegas de magnates peligrosos, con discursos afilados de dos direcciones, como Berlusconi, Abramovich y el príncipe de Qatar. Es como uno de esos antiguos validos que sobrevivían en la corte de los emires, los califas y los reyes medievales. Gente que no mata pero que tiene la espalda hecha de escamas por donde resbalan las puñaladas más desprevenidas. Completó con Isco Alarcón la segunda línea del 4-4-2 con el que enmarañó la única potencia de fuego real de este Barcelona en descomposición: el flujo diabólico de posiciones, marcas y espacios que origina la constante permuta entre Xavi, Iniesta, Messi, Neymar y los laterales. Alba y Alves juegan tan largo que, ante la ausencia de una referencia nítida en la punta del ataque y la fijación de Messi en la base de todas las transiciones de ataque, conforman entre todos una línea que es como la marea. Sube y baja pero mantiene una presión constante sobre la defensa y los medios rivales, lo que ha sido casi siempre mortal para este Madrid de Ancelotti en los duelos directos con la nación sin Estado. No ocurrió así esta vez. Alonso se juntó con Modric haciendo de balcón para los centrales, unos correctísimos Pepe y Ramos, quienes sujetaron la posesión barcelonista en una tierra de nadie inofensiva. Carvajal y Coentrao, especialmente éste último, construyeron una malla desplegada a lo ancho del campo madridista que no dejó casi nunca recibir en superioridad a nadie. Di María e Isco fueron los muelles que lanzaban tanto a Benzema como a Bale tras cada recuperación: los velociraptores recibían, y casi siempre Benzema paralizaba los movimientos del adversario con algún tipo de sustancia venenosa que impedía el repliegue culé sin menoscabo de la espalda bien de Mascherano, bien de Bartra.
Así llegó el primer gol: entre Isco y Alonso robaron una posesión inicua y el malagueño lanzó a su equipo hacia adelante con movimientos de orfebre. Rápida ejecución, percepción desacelerada. Cuando Benzema recibió abierto en el costado izquierdo, ya Bale y Di María, uno por dentro y otro por el otro lado, sangraban la cobertura desordenada de los rivales. Al primer toque Karim alargó sobre la carrera del argentino, quien se desfondó con aparente caos mental ante Pinto. Presagiábamos un córner y de pronto el Fideo cruzó rasa la pelota hacia el palo contrario, ejecutando como sólo un zurdo sin oxígeno en el cerebro puede hacer. El gol afianzó el plan madridista: hormigón armado con 8 jugadores absolutamente coordinados en la presión y el achique y 2 lanzaderas espaciales dirigiendo con sentido el vértigo desde la medular hacia adelante. Así pasaron los minutos hasta casi sesentaytantos. El Madrid había perdonado demasiadas ocasiones demasiado golosas: el mozarabismo de este equipo huérfano de Cristiano aún sufre desajustes en la precisión de la estocada. Maniatado un Barcelona atrapado en el autismo de Messi y en la manutención de la pelota -en eso ha terminado el estilo, en Iniesta y Xavi obligados a pasarle una pensión alimenticia al balón, convertido en fin en sí mismo, algo que contradice la naturaleza productiva de este juego- el Madrid sólo podía perder la Copa él mismo. Y marcaron de córner. Pepe cometió el único error de la noche y se tragó el salto de Bartra, quien cabeceó extraordinariamente bien a la escuadra de Casillas. Comenzaron a danzar de nuevo los fantasmas pero entre Modric, Alonso, Coentrao y otra vez Isco, fabuloso artesano del minimalismo balompédico, sostuvieron el pírrico empuje de un Barcelona que ya no odia. Recuerden que el odio impulsó a Xavi, a Guardiola, a Valdés y a Puyol (hijos todos del imperio del último Sanz, del primer Florentino y del astracán Gaspart) a demoler los cimientos espirituales del madridismo desde 2008 a 2012. Al odio sólo puede vencerle una fuerza motriz hermana en potencia, en magnitud: el amor. Que fue lo que sopló a Bale desde las cumbres nevadas del Olimpo hasta convertirlo en supersáiyan. Bale irradió sobre sí mismo el aura dorada de la bola de dragón y fotografió el instante por eso, por eso mismo. Por amor.