Los ojos de la bestia

Las experiencias cercanas a la muerte o ECM (en inglés, near-death experiences, NDEs) son percepciones del entorno narradas por personas que han estado a punto de morir o que han pasado por una muerte clínica y han sobrevivido. Hay numerosos testimonios, sobre todo desde el desarrollo de las técnicas de resucitación cardíaca,  y según algunas estadísticas, podrían suceder aproximadamente a una de cada cinco personas que superan una muerte clínica. Copio y pego directamente de la Wikipedia. Todavía tengo el pulso acelerado y me parece estar viendo a Dios vestido de gitano gritándome algo desde el túnel donde se estrelló Lady Di. Alemania. El Vietnam de la generación de Amsterdam 98, las Copas de Europa en años pares y la volea de Zidane repetida en bucle desde los videomarcadores del Bernabéu hasta el último anillo de Saturno. Que a estas alturas deben conocerla incluso allí: la renaissença madridista llegará cuando se quemen en una pira las nueve Copas de Europa y todas las copias del gol de Zidane en Glasgow. Es decir, cuando el madridismo se despoje de su propia mitología, pesada ya como un fardo o una losa. El Madrid volvió a ser violentado con impunidad en Dortmund, esta vez con el agravante de los precedentes. Volvió a dejarse golpear, volvió a postrarse ante el Dios del Bochorno y a suplicar clemencia con la mirada perdida. Volvió a tener los ojos de la bestia a un palmo de su cara.

El aliento del infierno alemán es una flatulencia que le sube al madridista desde el bajo vientre y se instala perenne en la boca. Alemania es como una papila gustativa podrida, que apesta a miedo. Miedo viscoso y del que paraliza. Ancelotti alineó a Illarramendi junto a Alonso y Modric, metiendo a Di María en el ala derecha, precisamente para evitar eso, el miedo. Superioridad numérica, drenaje de las líneas de pase de los mediocentros borussios y demolición controlada de la eliminatoria. Ese era el plan. La idea. Con Di María yendo y viniendo entre la cobertura a Reus y la conexión con Benzema, Bale quedaba desplazado a su banda natural para aprovechar la espalda de Psyzscek y terminar el trámite. Nada de esto salió bien. Durante 20 minutos el Madrid no sufrió: Peperamos sacaba al equipo de la gruta con algún sobresalto, casi nunca limpiamente. Modric y Alonso, bien presionados por Friedrich, Jojic y Mirkytarian, apenas tenían tiempo de avistar alguna camiseta blanca a la que señalar el espacio libre. Así y todo, se trenzó una bonita combinación, la posesión más larga de toda la primera parte, y el Madrid basculó desde Carvajal -en su propia área- hasta Coentrao, que habíase asomado al balcón del lateral derecho polaco del BVB acompañando una elaborada transición ofensiva de su equipo. Su centro golpeó en la mano del defensor y el árbitro pitó penalty. Para qué tendría que pitar penalty el señor referí de rojo.

Lo tiró Di María y lo tiró mal. Se resbaló. Después Benzema también se deslizó como una bailarina rusa cayéndose en una pista de hielo cuando estaba a punto de embocar solo ante el portero, y a Bale se le trompicó en el talón un pase en largo. Son esos pequeños detalles intangibles, esa taumaturgia negativa que hechiza al Madrid en Alemania y que nos lleva a pensar en que a este club le sobrevuela algún tipo de nigromancia extraña. Di María, y nadie sabe aún por qué, erró en el lanzamiento y el Signul Iduna Park comenzó a dar alaridos: 4.000 tíos de pie aullando como monos locos y tres gradas más sosteniendo el empuje. Un riff nibelungo, terrorífico. El Borussia atrapó al Madrid en un salón de espejos infernales: salvaba el trivote blanco con cuatro toques rapidísimos y alcanzaba con facilidad el cuarto oscuro de Peperamos, ese lugar tétrico donde se abandona toda esperanza. En 10 minutos marcaron 2 goles y perdonaron otros dos. De repente el Madrid estaba mirándose al espejo, con todos sus fantasmas danzando alrededor. Uno tras otro. Fue el calco exacto del partido del año pasado, pero en repetición acelerada: 25 minutos. El Madrid quedó roto en dos mitades desconectadas: los tres de arriba deambulaban incapaces de retener la pelota más de 10 segundos, y el equipo no podía salir, ahogado en la horizontalidad nociva de unos centrales a los que se les olvidó tomar el litio. Carvajal y Coentrao dejaron de ser comodines en la habilitación de las salidas y por ellos cargó el Real un flujo de juego epiléptico que siempre terminó con imprecisiones el los tres cuartos de cancha propia. Ahí Reus se hizo gigante, tiránico, abrasador. Pepe despejó hacia atrás flojo, sin fuerza, con la entereza de la mierda de pavo. La jugada compendió todo lo que un defensor no debe hacer jamás: recular sin prudencia, cabecear hacia el portero conscientemente y preferir el pase más difícil en lugar de la cesión sencilla al compañero que está de cara. Nadie le avisó, tampoco, de que Reus venía zumbando por detrás, lo que indica una peligrosa ausencia de solidaridad colectiva que quién sabe si no delata una ancestral falta de concentración o, aún peor, un vértigo súbito y fulminante.

El Madrid alcanzó el descanso como un náufrago agarra el primer puñado de arena al ganar la playa. Ancelotti corrigió rápido: Isco por Illarra. El heredero euskaldún fue engullido por su primer big game y aunque la crítica se cebará con su bisoñez competitiva, se le podría decir aquello tan laportiano del al loro, que no estamos tan mal: Pepe, Ramos o Di María volvieron a completar un partido esquizofrénico y dantesco, pero a ellos no les salva la excusa de la edad. Con Alarcón el Madrid respiró por un costado: asido al lado izquierdo, devolvió a Bale al derecho y tanto Modric como Alonso recuperaron una referencia tras las líneas enemigas. Con Isco, los pelotazos desde la cueva adquirieron sentido, pausa y orientación, y el equipo jugó 20 minutos realmente buenos en los que pudo meter 2 goles. Weidenfeller empequeñeció 3 veces la definición de Bale y Benzema, y de pronto el diablo armenio con el 10 de los amarillos a la espalda se plantó ante Casillas. Ocurrió sin que nadie lo previera, sin que nadie fuera capaz de descifrar el momentum, la jugada, la clave. Entre 5 madridistas, 2 borussios hilaron un contragolpe radioactivo, y Mirkytarian saltó por encima de Casillas, perfilándose claramente a gol. Con la portería vacía, mandó la pelota al palo, y todos buceamos en nuestro diván de los horrores y encontramos a Higuaín haciendo lo mismo contra el Lyon, en 2010. Karma is a bitch, Jurgen. Casemiro entró por Di María y desplegó toda su exuberancia amazónica, invadiendo el centro del campo como la jungla ocuparía Manaos si de repente la deshabitaran. Tardó exactamente 10 segundos en matar la eliminatoria: en su primera jugada derribó a un alemán de potente empellón, levantándose con aspavientos dirigidos al resto de sus compañeros. Nadie esperaba el alarde de cancherismo que exhibió un jugador tremendamente infravalorado por todos los gurús, pero al que se le adivina un mediocentro de envergadura no sólo física sino también plástica, técnica, geoestratégica. Corre como si trotara por una vereda selvática husmeando el rastro de un jaguar, pero es muy complicado quitarle la pelota. Protege con su cuerpo, distribuye con sentido y arriesga en la entrega: haría bien Ancelotti en no olvidarse de este Emerson bizarro al que no achicó ni el lugar, ni el contexto. Su entrada revitalizó al Madrid, y al BVB, exhausto, le creció una planta carnívora justo en el lugar desde donde estaba breando al Madrid como un cañón de Navarone: el hall de Alonso y Modric. Los últimos minutos fueron de estos dos, quienes adelantaron al Madrid lo justo para terminar el partido en las barbas del portero alemán. Rendido Klopp, el Madrid sobrevivió a sí mismo y a su propio recuerdo. Es tan indescifrable este equipo, que quién puede saber lo que el destino le tiene reservado en semifinales.

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