A veces, cuando ya ha pasado el mediodía y el sol comienza a declinar, me gusta acordarme de los muertos. El sol pegando de perfil sobre la tapia de un cementerio, y esas cosas. No sé por qué lo hago, debe ser un mecanismo natural de supervivencia, o algo así. El recuerda que eres mortal que le decían a Nerón. Dice Heródoto que los egipcios acostumbraban, en sus banquetes, a pasear las momias de sus antepasados delante de los comensales, haciéndoles ver lo fugaz del tiempo y de la vida. Para que no lo olvidaran, y comieran a gusto, sin medida. Por si era la última vez que podían hartarse. Los cementerios. Todos habitamos uno, aun sin saberlo. Todos tenemos un cementerio, el cementerio de nuestras vidas. Ahí están los nuestros, los que nos dieron la sangre. A ellos vamos volviendo, una y otra vez, de manera inconsciente y aletargada. Como en un sueño. Las tardes de invierno, entre las tres y las seis, cuando el sol empieza a declinar pero todavía calienta, siempre son tardes de cementerio. Es un sol de cementerio. La luz queda suspensa en las paredes blancas, encaladas con la vida de las mujeres que nunca abandonan los cementerios.
Hay toda una raza de esas mujeres, poderosas matronas, que cuidan la necrópolis con una liturgia reverencial que tiene una mecánica sagrada. Palpita algo de antiguo y de venerable en ese mimo de esas mujeres por los muertos. Por sus muertos. Por los míos. Cuidan las tumbas, lavan las lápidas, adecentan los nichos. Matriarcas de vida y muerte, velan por que las letras de los epitafios no las ocupe el moho. Esa lucha es titánica, un combate tan viejo como la tierra. La luz contra la oscuridad. Prefiero la palabra necrópolis. Ciudad de los muertos. Los vivos sólo somos muertos de permiso. No vamos a los cementerios. No nos gusta su olor, la quietud de sus calles en silencio. El patio de los callados. Esquivamos la obligación funcionarial del día de todos los santos, lo delegamos en nuestras mujeres. Matriarcas. De vida, y de muerte. Ellas vigilan el albero y las piedras de cada uno de los cementerios de nuestra memoria, que siempre es el mismo. Altas paredes blancas llenas de huecos, troneras de vida en suspenso. Porque ellos, los que están dentro, ya se han ido, pero afuera quedamos nosotros. Quedan ellas. Las que van todos los domingos, con sol y con lluvia, con frío y con calor, a continuar la liturgia del cubo de agua, la mopa nueva, la flor en el nicho, la lápida limpia. El recuerdo acaba cosificado en ese gesto, en el ritual del domingo por la mañana. Toda una vida susurrada en silencio, con los ojos. Mirando las letras desconchadas. Fulanito de tal. 1930-2014. Tus nietos no te olvidan.
En esas mujeres arde una llama, una civilización imperecedera, la atlántida que nos sostiene a nosotros. A los que tenemos miedo y no vamos a los cementerios. Como si evitando ir a esos sitios huyésemos de la idea de morir y alargásemos nuestra propia eternidad. En sus jarrones llenos de corcho, del que se moja y donde hincas las flores de plástico que resisten la lluvia, también resiste la memoria. Como colgada de un perchero. Es la bayeta contra el polvo del olvido y la oscuridad. Es la honra, la exequia a la que sólo vuelve a batir la muerte, en su eterno retorno. Cuántas vidas no terminan de apagarse hasta que se mueren los hijos, o la hija. Uno sigue viviendo en la medida en que ellas siguen yendo al pie de la tumba a llevarte flores y a contarle historias de ti a sus hijos. Tus nietos. Esculpen una vida después de la propia vida, para que ésta siga flotando en la memoria del futuro, que son los niños. Ya sé por qué desaparecen las civilizaciones. Por qué Babilonia se esfumó en el desierto y los mayas sólo dejaron pirámides copadas por la grama. Se quedaron sin mujeres que les susurrasen vida a los nichos.