Caímos bajo el influjo. El embrujo Ancelotti. Jugábamos bien, éramos felices. Habíamos descubierto eso tan remoto para el madridismo de infantería del control del partido y Modric jugaba montado en el caballo de Espartero. Las jornadas pasaban plácidas, las victorias se sucedían sin sangre. Sin dolor. Sin miedo. Ancelotti lo había logrado: la atmósfera previa a la grandeza, la antesala de la posteridad. El Madrid había transitado desde el perfil outsider al rol del líder carismático nimbado de invencibilidad, y todo con una tranquilidad inquietante. Como en las pelis de miedo, donde la vida de los protagonistas alcanza el cenit de la felicidad justo un segundo antes de que se desate el infierno. Así fue lo nuestro, también. En 4 días hemos caído de cabeza en el corazón de Carcosa, y ahora mismo estamos mirando de frente a los ojos de la Bestia. Aún queda por determinar si a los de la cara o al del culo que glosó Quevedo. Qué bonito, Quevedo. Qué bien nos vio. Cómo lo anticipó todo en ese librito de fascinante título, libro que nunca verán en la biblioteca de Florentino Pérez ni de Fernando Fernández Tapias. Ni en la de Xabi Alonso. El Madrid perdió anoche en Sevilla y todavía estoy pensando en cómo sucedió. Qué proceso metafísico se desencadenó el domingo a las 6 de la tarde, cuando todavía éramos felices. Cuando aún soñábamos con llenar de ginebra el carro de la Cibeles y huir con los turbopropulsores al cielo infinito de los tripletes, las Décimas y las borracheras por venir. De hecho, todavía lo estoy reflexionando. A un palmo de sentenciar la Liga, el Madrid se ha despeñado por el acantilado de sus viejos fantasmas y ahora es tercero, a 2 puntos del mediocrissimo Barcelona del Tata y a 2 partidos, 2 ya, del Atlético de Madrid.
El fondo de los Biris recibió al Madrid con un tifo en el que se podía leer «nacidos para dominar Sevilla». Hermosa demostración de provincianismo rampante. En ese momento pensé: es imposible que perdamos con estos paletos. La Sevilla balompédica es lo más cercano a Las Hurdes del siglo XIX. Ahí no ha llegado todavía la civilización, y el mundo exterior es una cosa abstracta y peligrosa de la que hablan los chamanes. Desconocen el sentido de la otredad, y su cosmovisión se circunscribe al perímetro exterior de la plaza del Triunfo. Cómo nos van a ganar estos gañanes, por los clavos de Cristo. Benzema avisó un par de veces y desde el minuto 5 el juego se desequilibró definitivamente hacia Modric. Alonso e Illarramendi acompañaban al croata, y desde la primera posesión resultó diáfano que Illarra ha dado un salto hacia adelante. Descolgado por el carril derecho, asumió responsabilidad y obligaciones. Asier se nos hizo mayor de repente. Si algo quedará para la Historia del partido de anoche será eso: en el Pizjuán, Illarra se sacó el carnet de conducir, se abrió una cuenta en el banco y comenzó a vacilarle a sus primeras novietas. Alonso, inscrito entre los centrales, jugó como si desde el domingo lo cubriese un manto gris, de plomo fundido. Cristiano Ronaldo marcó sobre el minuto 20 con un buen tiro libre que rebotó en un defensor, y parecía que el Madrid tenía el partido para ganarlo fácil. 0-3, algo así. Limpio, aseado. Pero fue precisamente la grieta abierta en torno a Xabi por la que se derramó el Sevilla y al Madrid se le apretó el nudo de la corbata.
El Madrid botó una jugada a balón parado en tres cuartos de cancha sevillista, y el rebote le cayó al 14. Tardó tanto en acomodársela, en levantar la cabeza y en ejecutar el pase, que para cuando abrió la JotDown ya tenía tres de blanco encima. Alonso perdió una pelota fantasmal, de esas que marcan el destino de los campeonatos: con todo el equipo en plena transición ofensiva, siendo él uno de los 3 que cerraba en el mediocampo. Entre Rakitic y Reyes llegaron hasta Diego López trenzando pases ante los ojos inyectados en miedo del madridismo universal. Vencido Marcelo y con los centrales en retroceso desesperado, alguien filtró un pase al desmarque de Bacca y este fulminó con cierta clase. El empate desmoronó la entereza madridista. Aunque recuperó el dominio de la autopista central, a Modric, Illarra y Bale le costaron 10 minutos largos empezar a percutir otra vez. Sin embargo, lo hicieron, y es ahí donde entró en juego la baraka. Si este Madrid casi nunca tuvo mentalitá vincente, también adoleció siempre de *eso* que hace que el balón entre cuando estás ahogándote en tu propio vómito y necesitas una colleja de Dios para salir con vida del momento. Cristiano sorteó con una parábola imposible la salida de Beto y el balón se quedó llorando entre el palo y la línea de gol. Bale se quedó solo ante el portero, otra vez, y se enrocó tanto sobre su pierna izquierda que acabó disparándose a sí mismo. Era kafkiano que el Madrid no fuese ganando al descanso.
Los primeros 15 minutos de la reanudación fueron como una manada de cuarentones borrachos rodeando a un par de veinteañeras solitarias en mitad de una discoteca, a las 6 de la mañana. El Madrid comenzó a defender con tres: Varane, Pepe y Alonso. Carvajal enlazaba la proa con la popa y Marcelo ya se fue a vivir al córner izquierdo del Sánchez Pizjuán. Pero el Madrid perdió claridad. Las paredes y las triangulaciones se hacían en un entorno demasiado hostil para los orfébres Benzema y Modric. Bale siempre intentaba romper con violencia y Ronaldo iba chocándose por las paredes como un sonámbulo. Mbami, Fazio y Coke repelían todos los balones frontales por tierra, mar y aire, y los visitantes iban consumiéndose en una bañera de desesperación y absenta. Ancelotti metió a Isco por Illarramendi, y aquí advertí un gesto muy inquietante: fue el primer ademán de hombre político de Carlo, hasta ahora más o menos acertado en sus decisiones pero siempre justo, honrado. Anoche dejó al peor jugador del Madrid sobre el terreno de juego, Alonso, y quitó al quizá más destacado, Illarramendi de Gotham, y para mí esto es peor que la derrota: anuncia turbulencias jerárquicas insalvables. Fue entrar Alarcón y el Sevilla encontrar de pronto una puerta abierta: Rakitic y Bacca se lanzaron sobre la salida de la discoteca como 2 tías que huyen despavoridas del outlet carnívoro del afterhour. El desmarque de ruptura del delantero colombiano lo estaban viendo desde la Estación Espacial Internacional, pero Marcelo tiró la diagonal de cobertura con la misma parsimonia con la que enfrentaría una ensalada de soja. El gol fue un navajazo. La pax ancelottiana con la que el Madrid construyó una identidad, un halo de majestuosidad, una manera de competir desapasionada y eficaz, ha saltado por los aires en 4 días. La herida no es demasiado honda todavía, en virtud de la lucha antropófaga que les espera a Barcelona y Atlético en la Copa de Europa, pero este Madrid necesita ahora un motivador que le de consignas y odio para recobrar la autoestima. Los viejos fantasmas asoman la cabeza de nuevo, haciendo frú-frú bajo las sábanas de los niños de Ancelotti, que han dejado de ser, de golpe, chulitos de instituto para volver a recibir hostias en el recreo. Como cuando estaban en el colegio.