La década de los prodigios

Mi generación nació en democracia. Con libertad, con una play en cada casa. Depositarios de los sueños de la vieja clase media: adolescencia privilegiada, carrera asegurada, futuro sueldo de dos mil euros hasta la jubilación y encima, del Madrid. Pero primero llegó Messi y después la crisis. Fue como una concatenación de sucesos oscuros que nos desviaron de nuestra órbita espacial. En 2001, el Madrid ganaba 2-1 al Barcelona de Gaspart y Rivaldo. Un Madrid flamante, con Figo y Florentino sin canas, y un Barcelona decadente. De fin de ciclo. Aquel partido finiquitaba la Liga, pero el Madrid se dejó empatar y Rivaldo incluso llegó a marcar un 2-3 legal, mal anulado por el árbitro. La inercia de la prosperidad llegaría hasta Glasgow pero ahora, más de 10 años después, lo veo claro. Ahí comenzó la década prodigiosa que lo cambiaría todo. Dios nos quiso castigar a nosotros, hijos de la España feliz, por haber nacido con la vida regalada y por haber disfrutado de 2 Copas de Europa en 3 años que fueron como asteroides cruzando el cielo de un país de gominola. Messi. 4 años después de aquel gol de Rivaldo injustamente anulado, Rijkaard lo hizo debutar en el Bernabéu cuando la estrella fúlgida era Ronaldinho. Ahora es un no-muerto, pero ese día al madridismo se le cruzó su jinete del Apocalipsis.

Ya no es el Messi de antes, el cyborg asesino que apuñalaba en diagonal el pecho del Madrid. Ya no invade el cuerpo sanguinolento como una infección fulminante o como una marabunta de hormigas rojas devorando un trozo de carne. Pero Messi sigue purgando al Madridismo con un rigor estalinista. Es el eterno gulag. Cuando creímos que estaba muerto, cuando nos masturbábamos pensando en un triplete limpio, profesional, sonriente, volvimos a tener la pesadilla recurrente. El Real Madrid se ha levantado hoy con las sábanas meadas por terrores nocturnos que creía superados. Messi es el denominador común de una década diabólica que ha trastornado la psyche del equipo más ganador de la historia del deporte mundial. Reconvertido a mediapunta sin apenas desplazamiento físico real a lo largo del terreno de juego, sin la explosividad intolerable de 2009, 2010 o 2011, Messi ganó ayer un partido que en 1980 o 1990 habría terminado 5-0 a favor de los locales. Por puro terrorismo. El DRAE lo define como «dominación por terror; sucesión de actos de violencia ejecutados para infundir terror». Y eso es Messi con el Madrid. Un fantasma capaz de resucitar a su equipo moribundo y trasnochado. Iniesta, Fábregas, Xavi, Busquets, todos son un fin de raza evidente, una parodia de sí mismos, del tikinaccio con el que dominaron el fútbol durante un lustro. Sin embargo, todos vieron cómo se les encogían los huevecillos a los jugadores del Madrid, sorprendidos tanto como yo de que ya con la primera posesión del partido, el equipo de Ancelotti diese tres pasos atrás.

El Madrid decidió esperar y el Messi mediapunta, jugador menor pero de dimensión espectral, ocupó el sitio de Xavi y su ventrílocuo Fábregas y acaparó las posesiones eternas en las que el Barcelona refugiaba sus carencias. Los locales, incomprensiblemente, les dejaron. El Madrid fue un toro aculado en tablas, y esta manera de defender frente a un equipo de naturaleza tiránica roza lo suicida cuando en los laterales están Carvajal y Marcelo. Al lateral derecho del Estado del Bienestar se le vieron todas las costuras cuando cerró un contragolpe rival juntándose con Pepe en vez de achicándole el espacio a Iniesta. Éste, que juega bajo palio, rodeado de cirios y con el manto de la Macarena arrastrando desde Fuentealbilla, agradeció la dádiva con un trallazo muy bien colocado. En seguida el Madrid tocó a rebato y su reacción nos mostró lo que iba a ser su partido: una transición acelerada, un vértigo descontrolado, un caos peligroso. Di María soltó los perros de la guerra y Benzema pudo meter 3 goles en 5 minutos. Consiguió 2 y el tercero se lo sacó Piqué sobre la línea de gol: todos comprendimos que ahí estuvo la Liga. El Barcelona logró calmar la furia demoníaca del líder y Modric siguió muy lejos del partido.

El Madrid fue demasiado Di María y nada, casi nada, Modric. Cuando el juego fluye por el argentino, el balance es puramente emocional. Pasión y vísceras cuyo reverso tenebroso es la autovía entre un Alonso tractoril y Peperamos: un agujero negro. Modric es el control racional, el materialismo mecanicista. Hoy, como el día del Calderón, todo le pasó por encima. El Madrid de Ancelotti lleva el sello de Luka, que es el del fútbol dominador. La orfebrería paciente. El Barcelona, caricatura de sí mismo, ya es sólo eso. Control, balón, trote. Este Madrid, sin poder dominar, es un caballo desbocado como Di María: capaz de volver loco el partido en 5 minutos, y también de perderlo. El árbitro pitó un penalty a lo Demischelis y Ronaldo, ahogado con Bale en un océano de imprecisión y marismas pantanosas, transformó el 3-2. Incluso jugando mal, el Madrid lo tenía. Pero lo perdió Peperamos, dejando que Neymar -o si fantasmagoría- le ganase la espalda obligando a Ramos a derribarlo en una jugada, no obstante, de discutible legalidad. Undiano echó a Ramos, Ancelotti metió a Varane, y aun con 10, el francés ayudó a mantener una cierta quietud. El Real logró aplazar la ejecución inevitable hasta que a Iniesta le dio uno de sus vahídos socialdemócratas y todo terminó. La Liga se escapa del control madridista, y yo sólo espero que Varane recupere la titularidad, porque él y Benzema son Europa al rescate de un Madrid perdido en sí mismo: la conjura francesa de los avistamientos en el cielo. En Madrid se lleva viendo la forma de Messi en las tripas de los conejos sacrificados por los hechiceros desde hace una década: menos tardaron los aztecas en caer.

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