Hay a quien no le gusta el naranja. No son los colores del Madrid, dicen, como si Moisés hubiese bajado del Sinaí con las equipaciones reglamentarias del Real escritas en piedra. A mí me encanta el naranja porque ver a Modric zumbando como una abeja entre los rivales, vestido de taronja, es robarle al barcelonismo el romanticismo cruyffista y su propiedad intelectual. Una suerte de butrón anacrónico a su museo emocional. El Madrid, de naranja, nunca pierde. Aunque, de hecho, el Madrid de Ancelotti lleva 30 partidos consecutivos sin perder: no hinca los cuernos desde que Urdangarín era un noble estandarte de la grandeur culer sin mácula judicial y en el Palau Blaugrana retiraron la camiseta con su dorsal. Esa inevitabilidad que sobrevuela las victorias del Madrid, ese halo de imbatibilidad, ese determinismo, es la gran victoria de don Carlo en Madrid: hacer que a los rivales les pesen los partidos. Salir ganando desde el túnel de vestuarios. Señal inequívoca de los equipos destinados a la Historia. El Madrid domina como sojuzgaba a los contrarios en los partidos de mi infancia, cuando las derrotas del Real eran un invento de los periodistas y el fútbol era como ver diapositivas en cinemascope.
Ayer al Madrid le mordieron los tobillos, o eso dice la prensa. En realidad le tiraron dos veces, y sólo una fue a puerta. Diego López no tuvo que mancharse el pantalón, y menos mal, porque a Diego se le está poniendo cara de misterio de Semana Santa. Con ese rostro angulado, ese moreno moruno -cualquiera diría que es gallego, si parece de Isla Cristina- y ese conato de greñas que se está dejando, me recuerda a uno de esos cautivos que sacan en procesión cualquier jueves santo en los pueblos de Andalucía. Diego no tiene quien le escriba, tituló el otro día Orfeo Suárez en El Mundo, y no seguí leyendo porque el tufo a Poncio Pilatos lavándose las manos que despedía ese texto era grotesco. A López lo han puesto delante de una masa enfurecida que sólo grita Barrabás y esa pose trágica está afectándole hasta en la mirada. Menos mal que no encajó ayer, porque desde el Calderón hay un sanedrín que aguarda otra pelota endemoniada llovida del cielo para azotarlo con el látigo de siete puntas casillista y crucificarlo en el Gólgota. El Málaga de Schuster dejó recibir muy sólo durante 20 minutos a Alonso, y aunque Xabi es desde Dortmund una versión slow motion de sí mismo, cederle el espacio y el tiempo para armar el mortero es como ponerse una pistola en la sien. Tuvo libertad de movimientos justo el tiempo que necesitó Cristiano para marcar un gol, lesionar a Benzema intentando meter otro y exigirle dos acrobacias a Willy Caballero. A Bale lo derribaron con un placaje del Seis Naciones pero el árbitro no pitó nada porque a Garethcito se le ha fichado con el dinero del SAREB y su sueldo lo pagan los preferentistas de 80 años.
Benzema se retiró doliéndose del muslo, y al madridismo se le atragantó el gintonic. Benzema está en su mejor momento desde que llegó al Madrid. Vive un éxtasis estético y arrastra detrás de su barba todo el mecano del Madrid de Ancelotti: dame un Benzema y moveré el mundo, dijo Pitágoras. O Anaximandro de Mileto. Salió en su lugar Di María, cuya mayor virtud ayer fue no ver la tarjeta amarilla que hubiese impedido alinearle contra el Barcelona la semana que viene. Di María corrió arriba y abajo a lo largo de los 60 minutos de choque y triqui-traque que propuso el Málaga a partir del gol de Ronaldo. Alarcón, ayer titular, jugó como llorando. Le atacó la saudade y mandó a Arroyo de la Miel un balón de gol que Di María le regaló al inicio de la segunda parte tras un slalom transatlántico: empezó a correr en Rosario, gambeteó y siguió gambeteando hasta que vio venir a Isco y éste se asustó al verle la cara a Caballero. El Málaga es un equipo de calvos agresivos y de zurdos portugueses. Duda, que ya jugaba en Cádiz cuando Mágico González, y Antunes, son como dos ediciones del mismo libro. Se peinan igual y tienen los mismos gestos: la única diferencia radica en las canas de uno y en la rubiez del otro. Duda estrelló sus 50 años contra los tacos de Pepe, y salió gritándole al linier que le habían rajado la rodilla. De haber sido Pepe el polifemo comeniños de antaño, hoy estaríamos viendo a la Guardia Civil tomándole declaración en Valdebebas. Pero Pepe es un chico bueno ahora. Tiene el pelo largo, susurra versos de Camoes y sonríe a los periodistas en zona mixta. Anoche compartió pareja con Varane, ausente Ramos, y volví a comprobar que jugar con Raphael es como conducir borracho un Mercedes: no importa que te pegues una hostia con la boca del metro, siempre saldrá peor parado quien se choque contigo. El Madrid sólo ganó 0-1 en Málaga, y dicen en Twitter que hubo descontrol. Normal, estamos en cuaresma y hasta el Clásico no se puede comer carne.