Sergio Ramos tuvo uno de esos días en los que jugó mirándose al espejo. Estrenaba peinado a lo Jimmy Darmody, salvando las crines que se ha dejado por detrás. Esto es una tragedia, qué quieren que les diga: a cuántos milpesetas veré el sábado que viene bebiendo ronescola con estas pintas. Sergio Ramos y Cristiano Ronaldo son los tótems de cierta España arrabalera, de chándal y Seat León con tribales de vinilo pegados en el capó trasero. Moldean a la horda a golpe de ingeniosa mamarrachada en la cabellera, rizando el tirabuzón de lo absurdo. Las consecuencias las sufrimos todos, porque lo peor es que necesitamos a esta carne de cañón para sentirnos arropados en los bares cuando suenan los tambores de guerra de cada derby y cada Clásico. Ya saben: cuando toca gritar mucho y fuerte en los días D, todo tonto es útil. El eterno drama de la fragilidad del individuo en medio de la esquizofrenia colectiva del balompié de masas. El ambiente festivo con el que comenzó el partido le regaló a Sergio una de esas oportunidades que tanto le gustan: rival cómodo, viento a favor, tan sólo le faltó el cajón flamenco para recrearse en cada una de las suertes que componen el muestrario de su egolatría freak. Taconazos, requiebros, pases de 60 metros al desmarque del Hombre Invisible y mucho lucimiento muscular. En días así Ramos se quiere mucho a sí mismo: adora ser quien es, y le encantaría poder darse por culo. Como digo, la derrota barcelonista en Valladolid del sábado ayudó a convertir el Bernabéu en Triana durante la Velá de Santa Ana. El Madrid compite ya con la inercia telúrica de los ejércitos que conquistan imperios: no pierde desde octubre, y sólo concede empates estratégicos cuando lo balean con granizada de arcabucería. El Levante de Caparrós, que ya intentó eso en la ida, llegó medio rendido a Madrid, poniéndole una vela a Satán y otra a Keylor Navas, su ángel de la guarda. No sirvió de nada.
Varane volvía al eje de la retaguardia, y yo me regocijé porque el chico es el mejor defensa que tiene este equipo y además trota por el césped sujetando con correa al capitanísimo Sergio Ramos. Flanqueados por los laterales ungidos por Dios y por España, de Modric en adelante Ancelotti dispuso la caballería habitual. Parece que, psicológicamente, el Madrid está ya en modo fuego purificador. Al menos lo parece. Desde el silbatazo inicial sometió a los visitantes a una presión altísima, iniciada, como es natural en el ecosistema de don Carlo, por los centrales: robo fulminante cuando la salida del contrario se está gestando, apertura a los laterales y dominio absoluto de la segunda jugada. Con Alonso en la base, Modric se empodera del juego. Del tiempo, del espacio, del sentido y de la intención. El partido es suyo. Por los costados del golem, Marcelo/Di María y Carvajal/Bale aletean como mariposas y pican como jodidas abejas africanas. El Madrid siembra el perímetro del portero adversario de cadáveres: los defensas del Levante se iban amontonando como en una trinchera sobre Navas, pisándose entre ellos como si desalojaran un centro comercial al ver la pisada de Godzilla. Tardó poco Cristiano Ronaldo en elevarse sobre el muro azulgrana y cabecear de frente el único córner bien sacado por Di María desde que en Rosario le pagaban impuestos al rey de España. El gol amainó un poco el temporal, y el Levante pudo salir de la cueva montado en Barral, un delantero pendenciero no exento de talento que emergió de una salina de San Fernando con esa cara de camorrista de la Isla diseñada expresamente por Dios para asustar a los turistas del norte de Europa. Parapetados en torno a Juanfran, de tartamudez universal y célebre por romperse el cráneo jugando en el Celta, los pretorianos de Caparrós se aplicaron a la brega sin límite y a la seguridad privada hecha balompié: la rodilla de Varane es testigo del cariño del entrenador sevillano por el choque robusto, sin fronteras. Benzema cabeceó a lo matador una pelota servida con guantes de seda por Marcelo y Keylor Navas punteó el remate con una parada digna del Circo del Sol: el costarriqueño es un gimnasta portentoso que ataja con delectación latina. Sí, eso de lo que padecen, en mayor o menor medida, todos los porteros hispanoamericanos, desde Higuita a Campos pasando por Abbondanzieri o Leo Franco: el gusto por la golosina, la extravagancia, la mano cambiada y la sonrisa para el fotógrafo. En la segunda parte tuvo un vuelo de palo a palo en el que pudo agarrar un gran remate de Benzema pero prefirió despejarla con la mano de apoyo: las escuelas, en los portero de fútbol, son muy acentuadas, como una cosa casi académica. Salen todos con la marca de agua, aunque a algunos apenas se les note.
De todas formas, aunque el Madrid relajó su intensidad y dormitó hasta mediada la segunda parte, el Levante jamás inquietó: arracimados en torno a Sissoko, Navarro y Juanfran, apenas Ivanschitz conectó algún contragolpe naïf: Diego López no tuvo ni que ducharse. Sobre el Madrid pendía el 1-0 y el hormigueo de no cerrar un trabajo que estaba hecho, hasta que Marcelo aguijoneó por su carril y metió un golazo. Ronaldo desbordó al lateral derecho y se llevó consigo la marca del interior. Filtró un pase por dentro que llevaba escrita la huella de la Muerte. Marcelo controló, y para templar una pelota que se le iba larga fintó con la izquierda y acompasó el cuerpo como si estuviera en el sambódromo. El central se comió el paso de tango y Marcelo chutó con la derecha. Colocada, fuerte, ineluctable. Vista la repetición, la jugada parecía filmada en dos velocidades: los de blanco corrían en technicolor, se movían como en cuatro dimensiones, y los del Levante recordaban a los figurantes del cine mudo que pasaban delante de la cámara sin saber muy bien cómo comportarse. Entre este Madrid al 60% y el Levante de Caparrós (que en todos sus equipos intenta acortar la distancia entre el talento y la tosquedad con electroshock y sangre en los ojos) había la misma distancia que entre el sofá de mi casa y Plutón. Con el 2-0 Ancelotti quitó a Varane. El príncipe etíope tiene en sus rodillas la caja fuerte del futuro madridista, y don Carlo nació en una casa de agricultores de la Emilia-Romaña: sabe que cuando el cielo se llena de nubes hay que proteger la cosecha. Salió Nacho y Ramos logró forzar la quinta amarilla poniendo en juego los ligamentos cruzados de su rodilla, obscenidad que sin embargo no nos sorprende pues Ramos es como el dicho: peores cosas se le han visto. Alarcón y Jesé también tuvieron su rato de gloria en el que apenas dijeron nada relevante. En el minuto 80, el defensor azulgrana Nikos Kalaberas se metió en un gol en propia puerta y yo pensé que era una injusticia lo que la vida le había hecho a ese hombre. De haber nacido 3 siglos antes, Nikos Kalaberas hubiese sido pirata, heredero de una fortuna solariega en la isla de Quíos y terror de los turcos en el mar Egeo. Sin embargo, ahora es lateral izquierdo del Levante Unión Deportiva. Él, como yo, nacimos en el tiempo equivocado. Al final de la noche Carvajal nos atragantó la cerveza cuando cayó retorciéndose sobre el verde del Bernabéu: para cuando yo ya soñaba con Ramos mecánicos saltando la verja de Almonte, él mismo desmintió por televisión que lo suyo fuese grave.