Hay dos momentos en Gravity que me parecieron cenitales. Por su potencia simbólica, más que otra cosa. Cuando Sandra Bullock entra -tras una serie interminable de peripecias angustiosas- en la Soyuz y más tarde, en su equivalente china. ¿Qué se encuentra? Dos exvotos. En la nave rusa podemos apreciar la estampita de un San Cristóbal de factura ortodoxa encima del panel de mandos. En la china, exactamente ubicada en el mismo sitio, la figurita de un Buda. No tengo ni puta idea de cine y ni tan siquiera distingo entre la responsabilidad del director y el negociado del guionista en el metraje final. Así que disfrazo mi ignorancia centrándome en estos bizantinismos que, no obstante, me sirven de manera extraordinaria para ponderar el grado de orfebrería intelectual con la que los creadores adornan sus productos audiovisuales. Con dos sencillos planos, Cuarón introduce al individuo (y con él, su portentosa querencia a aferrarse a lo esotérico cuando afronta batallas universales) en medio del pétreo ateísmo científico estructural subyacente en la aventura espacial soviética. Hace lo mismo, un rato después, con la carrera cósmica de la República Popular China, heredera de la URSS en cuanto a la dimensión megalómana y redentora del comunismo postmoderno: abofetea a Mao saltándose la línea de tiempo con el muñeco de un Buda regordete y burlón. La sutileza con la que el director mexicano desmontó la frialdad mecanicista del sistema –máquinas, matemáticas, espacio, termodinámica, el hombre como mero conductor de un átomo de acero y plástico que acerca la Tierra al cielo despojado de dioses– casi me lleva a subirme a la butaca y aplaudir yo sólo, en el cine: no lo hice porque temí me echaran de la sala sin dejarme ver el final de la película. Incluso los rudos cosmonautas criados en la estepa comiendo patriarcas crudos elevan una plegaria al viejo mito de la abuela cuando se asoman al abismo. Magistral. El otro detalle del que vine hoy a hablarles alude al final de Gravity: cuando Bullock, erigiéndose titánica en la zona Cesarini del drama y la tragedia espacio-temporales, consigue atravesar las miles de atmósferas que circundan la Tierra como una cebolla nueva. La cápsula espacial cae en algún punto del océano, pero ya desde antes todo es Darwin y la Teoría de la Evolución de las Especies. La vida adherida al meteoro que se desintegra mientras atraviesa la mampara del planeta azul; que cae en el fondo del mar y lucha como un microbio por llegar a la superficie, gatea por la orilla deshaciéndose del pelaje amniótico, luego se incorpora a cuatro patas, más tarde a dos, etcétera. La contemplación de esa maravilla alucinógena me emocionó tanto que cuando salí del cine no pude escribir nada: anidaba en mí el irresistible fenómeno fan, esa fascinación erógena por la genialidad que invade de pronto el área límbica del cerebro y nos hace estúpidamente reptilianos. Tanto, que he tenido que esperar 6 meses para escribir esto. Concretamente, a que pasara la turba de los Oscar y saliera de la cueva la horda cromañón del cuñadismo celtíbero a tachar Gravity de truño donde una tía se pasa tres horas dando vueltas por el espacio. La tribu corriendo a la casa del alquimista con la tea ardiendo en una mano y la hoz afilada en la otra: que se dé por jodido el arte, el creador y el detalle. Ni a Carlos Herrera ni a Antonio Burgos -a éste último no le he leído ni oído nada al respecto, pero tampoco me hace falta- les gusta Gravity: la Cofradía del Folclore Ambulante ha dictado sentencia.
A mi también me pareció un rollo