Estructuras anfibias

Hasta que llegó Simeone, el Madrid visitaba el Calderón como una excursión de alemanes a la que llevan a los suburbios en un autobús descapotable, de esos panorámicos, para que vean cómo es la España que no sale en los folletos que les vendió su turoperador. Después del Cholo, entra como un regimiento de rangers americanos en el centro de Faluya: con blindaje hasta en el cielo de la boca. La eliminatoria de Copa que hace un mes ganó con comodidad el Real al Atlético dejó secuelas: emocionales y tácticas. Diego Costa saltó hoy al campo con una factura larguísima en el bolsillo, dispuesto a cobrársela al contado a Pepe, Ramos y Arbeloa. Con esa sonrisa asesina que debe ser la misma que pone un sicario albanokosovar antes de ejecutar un encargo. Simeone también tenía otra muesca: el centro del campo. El argentino es un tío muy listo al que se la puedes dar una vez, pero a la siguiente estará esperándote con la navaja extensible escondida en el puño de la camisa. El Madrid de Ancelotti es, como si dijéramos, un organismo compuesto por diferentes entidades autónomas. No es, por ejemplo, como el equipo de su antecesor, Mourinho, ni como el del mismo Simeone, quienes se caracterizan por construir ejércitos de piedra con un sólo espíritu y un único panel de mandos: ellos mismos, el banquillo. En cambio, Ancelotti traslada el poder ejecutivo al césped. Ellos juegan, ellos deciden, yo sólo dispongo. Esto, como todo, tiene sus ventajas y sus inconvenientes: la estructura homogénea gana y se derrumba como una torre compacta, y el federalismo asimétrico de la gente como Carlo -o Del Bosque- desagua un buen trabajo colectivo por una única cañería defectuosa o, al revés, es capaz de conquistar algunas metas volantes gracias a la virtud de una de sus partes. Algo así ocurrió hoy en el Calderón, visto el partido como un diagrama geopolítico de los que resuelven los analistas de la CIA.

El Atlético de Madrid salió de toriles embistiendo con la furia de todos los parias del Universo juntos a la vez, puestos en pie, odiando fuerte. Pero a los 3 minutos el Madrid consiguió un córner. Modric la sacó en corto, Di María caracoleó sobre la cornisa del área rival, y con la retaguardia atlética haciendo el fuera de juego metió un balón diagonal que Benzema, escondido en el desván de Courtois, enganchó a gol con facilidad. El 0-1, totalmente legal a pesar de que el Realizador del Plus (en mayúsculas, por supuesto. La máxima autoridad en materia de propaganda y manipulación visual de España merece todos mis respetos) se empeñase en suscitar la ira de los bares de esa España fea, hortera y que huele a ajo, que es la antimadridista. El gol no alteró el guión: Ancelotti plantó en los laterales a sus guardias jurado, Arbeloa y Coentrao, esperando un calco de la ida de Copa en el Bernabéu. No se equivocó. Simeone recuperó a Luis Filipe y a Juanfran, la llave maestra de su plan de choque: adelantada la línea de 4 rojiblanca, Luka Alonso, el binomio medular madridista, quedaba ahogado por un tsunami termodinámico. Koke, Turan, Gabi, Raúl García y los laterales empujando, oprimieron la línea de flotación de Ancelotti hasta hundir el barco en mitad del Manzanares. Aun con el resultado a favor, ni Modric ni Alonso imantaron la pelota lo suficiente como para hilvanar la tela con la que terminan atrapando los partidos. Diego Costa pivotó entre Pepe y Ramos con la esperada agresividad patibularia, y esta vez el duelo cayó de su lado. Supo desquiciar a dos defensas que llevan desde Navidad jugando con el bozal puesto. Lo hizo fácil, sencillo, directo. A Pepe empezaron a ponérsele los ojos en blanco, y Ramos se vio a sí mismo con demasiada responsabilidad.

Modric debió asustarse al recordarle todo aquello el fuego de mortero serbio sobre su vieja casa de Zadar, y simplemente desapareció. Con él, el Madrid. Di María, gendarme plenipotenciario cuando Xabi y Luka dictaminan sobre lo permitido y lo conveniente en los partidos, fue la salida natural de los centrales cuando, agobiados por la presión atlética sobre la primera jugada madridista, pedían auxilio con el balón. Desactivados 2 de los 3 ejes naturales del Madrid, Simeone subió los decibelios hasta que al Real le estalló el iPod en los oídos: Koke recibió un pase filtrado de Arda en una solitud desacostumbrada, extraña, inesperada, a 2 metros de Superlópez y absolutamente libre de marca. Su trallazo fue como un flechazo sioux en el costado madridista. A partir de ahí todo fue una sucesión de golpes, caídas, contragolpes furibundos del Atlético y desorientación de los visitantes: la Mara del Cholo había encerrado al Madrid en un callejón sin salida, rompió las farolas y se aplicó con ansiedad eléctrica en el navajeo en corto. Bale, Benzema y Cristiano flotaban por los tres cuartos de cancha local como la isla esa que está naciendo delante de El Hierro: un volcán que rugía sin entrar en erupción. Karim conectó un latigazo en tres dimensiones de una pelota que Di María mandó a la frontal atlética como se le tira un chaleco salvavidas a un náufrago que está a la deriva. Los velociraptors orbitaban sobre la alfombra de Courtois como si fueran chatarra espacial girando alrededor de la Tierra: era un sitio que estaba lejísimos de donde se estaban matando a tiros y puñaladas. Y eso fue el 2-1, una puñalada: al 45 de juego, Gabi avanzó sin oposición alguna hasta que le zumbó al balón con la violencia del desheredado por la vida y por el fúbol, y por la fama. Llamarte Gabi y ser capitán del Atlético es como que por Reyes te regalen un puzzle, y tú te tienes que joder, conformándote sin el Action Man. Pues Gabi marcó un golazo que a Diego López se le escurrió entre las yemas de los dedos: la irregularidad en la portería afecta más a quien no tiene el Gramma de su parte. Superlópez es un héroe de la calle, pero no tiene baraka. Desde el rejonazo de Gabi, mostró cierta inseguridad que la combustibilidad del ambiente no ayudará a mejorar esta semana. Vienen tiempos duros para los outsiders.

En la segunda parte, el Madrid se libró del 4-1 hacia el que el Destino y el contexto volcaban el partido. Diego Costa siguió hiriendo la espalda de los centrales con esquizofrénica tenacidad hasta que los cambios de Ancelotti redujeron al Atlético a la condición del oso cansado que tira zarpazos al aire mientras los pitbulls les roen las entrañas. Una y otra vez, yendo y viniendo, como un hormiguero enfurecido. Carletto sacó sus pitbulls: Carvajal, Marcelo y Alarcón, e introdujo el partido en una espiral de caos controlado que terminó inevitablemente con Simeone pidiendo la hora. Con los laterales amables, Modric ganó superioridad en el centro del campo; Xabi instaló el campamento entre los centrales, y el carril derecho encontró, de pronto, la profundidad ausente con Arbeloa, que dejaba a Bale huérfano de espacio y velocidad. Ronaldo, maniatado los 70 minutos anteriores, empezó a agitarse por la media luna atlética. El Madrid superó entonces al Atlético desde donde había estado perdiendo el partido hasta el momento: las dualidades autónomas Peperamos, Luka Alonso y Benzema-Ronaldo activaron su núcleo de fisión y Simeone, entonces, gestionó muy mal los cambios: sólo agotó uno, y el cuerpo marmóreo de su Atlético se disolvió sin que nadie más que las cabalgadas fantasmales de Costa se atreviesen a cuestionar el nuevo orden del partido. Tras varios avisos, Carvajal holló por fin la línea de fondo virgen con bota de conquistador, centró atrás y Cristiano selló un empate que pudo ser victoria si Ancelotti y Zidane no hubieran sido educados tácticamente por Sacchi, Capello y Lippi. El Madrid salvó un punto cuyo valor estratégico es incalculable. Con la visita de la Agencia Tributaria a Chamartín en el horizonte y la regularidad metafísica que ha adquirido este equipo en la cara B de la Liga, Ancelotti negocia victorias parciales y cesiones calculadas. Este punto, y el goal-average, es una de ellas. Bien está.

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